Afortunadamente no había saco y Camuñas sólo era un personaje de libro, de un álbum infantil escrito por Margarita del Mazo e ilustrado por Charlotte Pardi. Aquí tienes su historia.
El cuento de Camuñas ha sido convertido en espectáculo de teatro de títeres por la compañía salmantina Katua@Galea Teatro, con la que tengo el gusto de colaborar desde hace años. Yo mismo me he encargado de adaptar la historia, de crear nuevos personajes y de escribir las letras de las canciones que Chloé Bird ha compuesto y musicado. Ella es la intérprete de varias de ellas, otras las cantan los personajes de la historia, sobre todo Camuñas que no es ningún cantamañanas sino un excelente cantante. Más adelante os daremos cuenta de dicho espectáculo.
El personaje de Camuñas, y el estreno de la obra en el Teatro Liceo, han sido la excusa perfecta para tratar el tema de los asustaniños, personajes entre los que incluimos al hombre del saco, al sacamantecas y al coco.
Comenzamos la sesión con el cuento "El zurrón que cantaba" recogido por Luis Cortés Vázquez en Cuentos populares salmantinos. Lo escuchamos en la voz de Pep Bruno en el programa de Radio Nacional "Esto me sabe a pueblo". Te recomendamos los artículos "Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil" de Alberto del Campo Tejedor y Fernando C. Ruiz Morales y "Figuras del miedo en la infancia: el hombre del saco, el sacamantecas y otros "asustachicos" de Manuel Hijano del Río, Carmen Lasso de la Vega González y Fernando C. Ruiz Morales.
Tienes mucha información en esta recopilación de cocos o asustaniños; "Cocos o asustaniños del folclore ibérico"
Y si tienes interés sobre el mundo mágico y encantado de nuestra comunidad puedes descargarte
el libro "El mundo encantado de Castilla y León" de Jesús Callejo, ilustrado por Tomás Hijo. Así lo anuncia la contraportada: Los orígenes de la historia de los pueblos hay que buscarlos en sus leyendas, transmitidas de boca en boca y de generación en generación y en ocasiones aumentadas con dosis generosas de fantasía popular. En muchos pueblos saben que su castillo, su laguna, su fuente o su cueva guarda un secreto protegido por algún tabú, misterio o ser de otro mundo. Un ser que está deseando contar su historia si antes somos capaces de sonsacar esos secretos, si logramos entender que el mundo mágico no está tan distante del mundo real.
¿Estás preparado para digerir 30 píldoras, algunas explosivas, con la forma genuina de extraños personajes? ¿Estás dispuesto a entrar en el mundo encantado de Castilla y León y enfrentarte a sus desafíos?
Propuesta de escritura
¿Qué asustaniños fue protagonista de tu infancia? ¿Te asustaban con cuentos o leyendas? ¿Te dormían con nanas en las que te llevaba el coco? Escribe una historia que refleje estos miedos y las advertencias de portarnos bien, no dejar nada en el plato e irse a la cama a dormir al llegar la noche. Puede ser un poema (nana), un microrrelato, un breve cuento o un texto con carácter de leyenda.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora;
Detrás de mí
Este es el camuñas particular de miles de mujeres
El silencio era tan profundo que parecía tragarse la noche, aún así Laura escuchaba con nitidez los pasos y la respiración de la sombra que caminaba muchos metros detrás de ella.
Intentó calmarse, diciéndose a sí misma que era normal que alguien más transitara por las calles vacías pero su instinto le decía que algo no iba bien.
Cruzó la avenida y de reojo pudo ver que la sombra cruzaba también al otro lado.
Apretó el paso con el corazón latiéndole muy fuerte en la garganta. Sentía un hormigueo en la nuca que le hacía estar alerta.
Agarró las llaves con fuerza como había visto en uno de los miles de vídeos que corren por las redes dando consejos a las chicas que caminan solas por la calle por si en algún momento tenían que defenderse. Laura sabía en lo más profundo de su ser que el momento había llegado.
Ya no quedaba mucho para llegar a casa, sus pensamientos iban a toda velocidad:
Pensó si sería mejor atravesar el parque y tardar menos o callejear para intentar despirtarlo... Cualquier opción era una mala opción, intentó correr pero el temblor de sus piernas se lo impidió.
A medida que se acercaba al portal escuchaba a la sombra más cerca, demasiado cerca y estaba sola, demasiado sola, unos metros más y estaría a salvo.
Cuando fue capaz de meter la llave en la cerradura miró por encima del hombro y le vio, ahogó un grito y con un movimiento rápido entró y cerró la puerta con tanta fuerza que se hizo daño en las manos.
A través del cristal le vio allí, inmóvil, mirándola a los ojos, amenazante.
Con el corazón en un puño sacó el móvil y le hizo una foto, sería su prueba para la denuncia, pensó que sin foto nadie la creería.
Subió a toda velocidad las escaleras y una vez en casa sintió como si una muralla pudiera protegerla, solo allí, sintiéndose a salvo pudo respirar tranquila, solo allí fue capaz de desarmarse y deshacerse en lágrimas.
Aurora Zarco
Grupo B
El hombre del saco roto
Ese día un hombre deambulaba al anochecer por el pueblo buscando a Miguel un niño vagabundo por encargo de un médico para hacer experimentos .Después de recorrer varias calles le sorprendió adormilado en un granero recostado sobre un saco de trigo por lo que le costó muy poco meterlo en un saco viejo y desgastado con varios agujeros .Al verse sorprendido por ruidos del exterior lo escondió en un rincón y salió para asegurarse que no había peligro, regresando poco tiempo después a recogerlo .
En ese momento los ratones que vivían en el granero y habían compartido muchas noches con Miguel acudieron a su auxilio introduciéndose en el saco por los pequeños agujeros que ellos mismos habían realizado para sacar el trigo y poder alimentarse.
Cuando volvió el hombre, al levantar el saco comenzaron a salir cantidad de pequeños ratones con sus ojos brillantes y bigotes temblorosos, correteando por el suelo. El hombre, al ver a los ratones, pareció exasperado. Se agachó para intentar atraparlos, pero los ratones eran demasiado rápidos y escurridizos.
Mientras el hombre estaba distraído con los ratones, Miguel vio su oportunidad. Giró sobre sus talones y corrió tan rápido como sus piernas se lo permitieron. De regreso hacia el pueblo no miró atrás, pero podía escuchar los frustrados gritos del hombre y el correteo de los ratones.
Gracias a la intervención de los ratones, el cuento del hombre del saco posee otra versión.
Áfrika Gómez
Grupo A
Mis miedos
Me sumerjo en mi infancia, muevo mis emociones, navego por aquellos años y no consigo encontrar hombres del saco o del unto, cocos, tampoco aparecen tíos Camuñas ni demás sacamantecas. Quizás fuera porque era obediente y nunca hizo falta asustarme recurriendo a estos terribles personajes. O también porque mis padres me educaron en un ambiente más urbano, ambos procedían de Madrid, alejados del folklore rural y ajenos a los asustadores de niños.
Sigo rastreando como un sabueso, porque sí que puedo atisbar momentos en los que esa sensación desagradable del miedo se apoderaba de mí, me tensaba mis músculos, ante la percepción de algún peligro… eso es, de pequeño le tenía miedo, mucho miedo, a los perros y a los gatos. El origen de esta doble aversión se debía a dos episodios desagradables en los que me sentí literalmente atacado.
Ahora lo recuerdo, por los años 1970 debía ser, yo tenía unos seis años, cuando estábamos de vacaciones familiares en La Antilla, un sencillo pueblo de pescadores de la costa onubense que despertaba al desarrollismo del turismo de costa. El viaje fue de noche, en un Seat 850, con mis padres en los asientos delanteros, mi hermano mayor en la banqueta trasera, mi hermana pequeña -tendría 4 o 5 años, en la bandeja trasera y yo en el suelo, en un camastro improvisado. El primer día mi madre nos mandó a jugar abajo, en lo que terminaban de preparar las cosas para ir a la playa. Tened cuidado -nos avisó, que hay una perra en la entrada del apartamento que acaba de parir. Allí estaba, en su cajón de madera, una preciosa perra dálmata, con sus nueve cachorros. Era increíble, una camada tan grande; y, claro, mi curiosidad y ternura infantil hicieron que me acercara a tocar el suave pelo de las crías, lo que la perra entendió como una violación de su maternidad y defendió a su pequeñín ladrando, dándome un arañazo y mordiéndome en el brazo. Lloré tan fuerte, que mi madre bajó asustada a ver qué había pasado. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los perros; hoy soy capaz de tolerarlos, pero no me gustan.
Tampoco soy muy amigo de los gatos. La casa de mis padres, en el salmantino paseo de Canalejas, contaba con un sótano, donde se guardaban trastos viejos y se recogía la basura que los vecinos tirábamos por un hueco desde cada piso. Aquellos desperdicios propiciaban la aparición de roedores, por lo que el portero del edificio decidió tener allí una pareja de gatos, que con el tiempo fueron ampliando la familia. Nosotros guardábamos allí una flamante bicicleta de carreras, que nos habían traído por los Reyes. Y cada vez que bajábamos a buscarla o a dejarla, los inquietos gatos nos arañaban las piernas, con sus afiladas púas. Ahora pienso que no sé si se agarraban a las pantorrillas para expulsar al intruso o porque querían jugar con alguien que les hiciera caso. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los gatos; hoy soy capaz de tolerarlos, pero tampoco me gustan.
Jesús García Espinosa
Grupo B
Que viene el coco
— Me rindo — dijo Germán mientras entraba en la cocina.— Soy incapaz de que dejen las tablets y se acuesten sin montar una rabieta.
— Déjame a mí — intervino la abuela Tomasa, desvelando con su rostro que algo tramaba.
— Mamá por favor, sin gritos — contestó Susana.— Sabes lo que pensamos de la educación en valores, comunicación y diálogo.
— No te preocupes hija. Tan mal no lo he hecho contigo, ¿no? — sonrió guiñando un ojo.
La abuela entró en la habitación de sus nietos saludando.
— Hola abuela — corearon los tres nietos, Raúl y Roberto, gemelos de seis años y Ricardo de siete años y medio; lo hicieron sin levantar la mirada de las pantallas.
— ¿Sabéis quién es el coco? — preguntó.
— El coco es el yogur que a veces no da mamá, ¿no? — respondió Ricardo sin levantar la mirada.
— No cariño. El coco, al que también llaman robaniños, es un monstruo con uñas afiladas como cuchillos, y unos dientes en forma de sierra que se ven incluso cuando cierra su boca. Tiene ojos anaranjados que te hipnotizan cuando le miras fijamente. Está cubierto de pelo enmarañado y oscuro. Y a su espalda lleva un gran saco roído y sucio donde mete a sus víctimas.
— Abuela, ¿quiénes son sus víctimas? —preguntó Ricardo que como sus hermanos habían apartado la tablet y escuchaba atentamente la historia.
— Sus víctimas son niños, niños que desobedecen a sus padres, niños que no se comen la comida y protestan, pero sobre todo aquellos niños que llegada la hora de dormir no se meten en la cama. El coco se acerca por las noches, revisa todas las ventanas . Si los ve y no están acostados con los ojos cerrados. Se adentra en el hogar. Corta la luz. Se desplaza como un susurro a través de las paredes. Y… justo antes de atraparlos emite un gruñido. Un sonido ahogado que recuerda el croar de una rana. Se desliza en la habitación. Los hipnotiza mirándolos a los ojos. Los mete en el saco. Y luego los devora tranquilamente en su casa.
— ¿Dónde está su casa? — preguntó con voz temerosa Ricardo, mientras Raúl y Roberto se habían acercado uno al otro abrazándose sin dejar de mirar a su abuela.
— Recordáis la caseta que hay cerca del parque, que está vallada, y tiene un rayo de color amarillo muy grande. Ese es el aviso de que no se pueden acercar los niños porque el coco los metería en el saco para comérselos.
La abuela se levantó y les dio un beso a cada uno. — Hasta mañana — dijo cerrando la puerta.
Los niños se miraron entre ellos asimilando la historia que le había contado su abuela.
Un minuto después, un golpe seco sonó en el pasillo. Se apagó la luz. Algo rozaba la pared. Un momento de quietud. Y, de repente, un croar rompió el silencio.
Un chillido al unísono se oyó desde la habitación de los niños.
Susana, su madre, se acercó corriendo, abrió la puerta y vio como sus hijos estaban escondidos bajo las sábanas en el más absoluto silencio.
Cerró la puerta despacio.
Miró hacia el fondo del pasillo.
La abuela sonreía.
Max Ferlam
Grupo B
El Coco alérgico al polvo
Leo tenía su cuarto hecho un lío: libros en la cama, ropa y juguetes por el suelo.
Una noche, mientras intentaban dormir, escuchó un ¡Aaaachú! tan fuerte que hizo vibrar su cama. Primero pensó que estaba soñando, o que sería el ruidito de alguno de sus coches, pero el segundo ¡AaaaaAACHÚ!, observó que salía desde debajo de la cama.
Con una valentía desconocida, Leo se agachó, levantó el edredón y… ¡allí estaba! Una figura peluda, con ojos brillantes y nariz roja como un tomate.
¡Hola!. - Soy el Coco, el monstruo de la oscuridad y del fondo del armario... ¡AACHÚ!
Leo le miró sorprendido, y recordó que su abuela una tarde de lluvia torrencial en que no podían salir al parque, le había contado un cuento titulado: Que viene el coco. El Coco, contaba, era un monstruo fantasmal, se escondía en la oscuridad para llevarse a los niños desobedientes o que no quieren dormir.
Se lo había imaginado como un ser oscuro, peludo, desaliñado y con un aspecto monstruoso. Pero el que le observaba saliendo de debajo de la cama, sacudiéndose el polvo, no era muy grande.
Su cuerpo estaba cubierto de un pelaje grueso y suave de color morado, ¡su color favorito!, con lunares de color verdoso, con dos cuernos cortos en la parte superior de su cabeza, y una cresta de colores, que le hacía parecer gracioso, con brazos muy flacos y largos, piernas más cortas, y un gran culo, de donde le salía una larga cola que arrastraba. Le recordó a "Sulley", de la película Monstruos S.A.
Leo le preguntó -¿Porque viniste?
-Para asustar a los niños, aprovechando la obscuridad y la noche. Sentí que estabas preocupado. El miedo crece en la oscuridad si nadie lo escucha. Y yo cuido que esos miedos no se vuelvan gigantes.
Leo tragó saliva. - Yo… yo tengo miedo de no poder dormir porque a veces, sueño cosas malas.
El Coco extendió su mano y salieron pequeñas chispitas de luz y colores que flotaron, y se instalaron en paredes y techo.
-Los miedos no desaparecen porque sí – dijo el Coco-. Pero si los compartes, se hacen más pequeños. Pero con este desorden en la habitación no puedo ni entrar. En el armario no tengo sitio, resbalé dos veces en un calcetín sucio de dinosaurios, y casi me rompo una de mis enormes garras. Además tengo alergia al polvo, y debajo de tu cama, se han formado tantos ovillos que parecen arizónicas del desierto.
Leo, que ya no tenía miedo, se rió a carcajadas…
-Si te apetece, puedes ayudarme a recogerlo todo y después puedo compartir contigo la leche y galletas de chocolate que no me tomé…- dijo Leo
Así lo hicieron, y como era la hora de dormir, el Coco se preparó para despedirse.
Cuando tengas miedo, mira al techo y paredes y piensa en mis colores, -le dijo el Coco. Le dio un abrazo a Leo que sonreía aliviado, y se desvaneció tras una nube de polvo brillante… y un último estornudo.
Leo se metió en su cama y recordó las palabras de el Coco: Recuerda la noche no siempre es peligrosa. A veces solo necesita que alguien la comprenda.
Y se durmió.
E.R.A
Grupo B.
El hombre del saco y la pérdida.
El cuento del hombre del saco, se ha trasmitido de generación en generación. Rondaba las calles al caer la noche, cargando con un saco grande. Si los niños desobedecían a sus padres o se apartaba demasiado de casa, los atraparía y lo metería en su saco, llevándoselos lejos, a un lugar donde nadie podría encontrarlos nunca más.
Las abuelas al amor de la lumbre advertían: "El Hombre del Saco solo se lleva a los niños que desobedecen, que se pierden, que se van con desconocidos, o se alejan de su hogar y olvidan el amor y la protección de sus padres."
No es solo una leyenda, es una advertencia. Representa un temor profundo que aparece cuando menos lo esperamos. No tiene rostro, no habla, pero su presencia pesa. Su misión es arrebatar algo valioso: suele ser un niño, la inocencia o la seguridad.
De manera similar, la pérdida de alguien querido también llega como una sombra silenciosa. No avisa, no negocia y, cuando se presenta, deja un vacío tan grande como ese saco oscuro que el personaje mítico arrastra. En ambos casos, el mundo se vuelve desconocido y hostil.
El Hombre del Saco se lleva algo: un niño, una tranquilidad, un fragmento de la vida cotidiana. La pérdida de un ser querido también se lleva algo irrecuperable: una voz, una presencia, una rutina que ya no vuelve. No importa cuánto uno grite o corra; aquello que se llevó no regresa igual.
Se manifiestan como una sombra persistente. Incluso después de desaparecer, ambos dejan un eco, un miedo, un recordatorio de que no siempre estamos a salvo. La pérdida deja tristeza, una sombra que nos sigue aunque tratemos de avanzar. Nos dicen que hay ausencias que permanecen más tiempo que las presencias.
Supone una lección oculta. El cuento no solo asusta; también enseña. La pérdida, por dura que sea, también enseña algo: A valorar lo que tenemos. A apreciar el tiempo. A crecer a través del dolor. Tanto el mito como la realidad comparten un propósito: obligarnos a mirar aquello que damos por sentado.
Y ofrece una transformación. Tras un cuento del Hombre del Saco, el niño nunca será el mismo. Tras una pérdida real, la persona tampoco vuelve a ser igual. Ambas experiencias nos marcan, moldean y cambian la forma de ver el mundo y lo que nos rodea.
El cuento pertenece al mundo de las leyendas; la pérdida a la vida misma. Pero ambos nos recuerdan que el amor y la seguridad son frágiles, y que, aunque el miedo o la tristeza puedan atraparnos, siempre existe alguien en quién apoyarnos y un camino para seguir adelante.
E.R.A
Grupo B
Padre e hijo
—¡Papá, papá, yo no quero sopa! —dijo el hijo, con esa voz, entre suplicante y exigente, que suelen sacar a flote los pequeños cuando quieren negarse a algo que no les gusta.
Era el hijo único de un honrado trabajador, que con grandes esfuerzos conseguía sacar adelante a su familia. Aquella noche, el padre había previsto salir a buscar aprovisionamiento, que necesitaba para hacer los preparados que vendía en la tiendezuca que regentaba. Por ello, tenía algo de prisa y quería conseguir que el niño terminara pronto de cenar.
—Tienes que tomártela y así entrarás en calor. Después hay un huevo duro con tomate y unas natillas, que tanto te gustan —respondió el padre con tono cariñoso.
El pequeño refunfuñó un poco y tomó media cucharada, pero inmediatamente escupió lo poco que había introducido en la boca.
—Puaajjjjj, ¡Qué ajscoo! —exclamó el pequeño, con la media lengua que empleaba cuando estaba de malas.— ¡No quero sopa!
—Anda hijo, haz un esfuerzo, que seguro que al final te acaba gustando, que es muy rica y nutritiva.
—¡No, no, no y no! —repitió el pequeño, entre enfadado y lloroso.
El padre, conmovido por la actitud de su hijo, decidió cambiar de estrategia y en lugar de seguir por la senda del convencimiento, recurrió a la promesa de recompensas que sabía que le gustaban al niño y que otras veces le habían dado excelentes resultados.
—Si te tomas la sopa, el domingo te llevo a la feria —prometió zalameramente— y además te compro un juguete de madera.
Pero la estrategia no pareció tener resultado positivo.
—¡No me guzta la sopa! ¡y tapoco los juguetes de madera! —mintió el crío, tozudo en su negativa, sintiendo que iba a conseguir salirse con la suya.
—Pues también había pensado que podías montar en los poneis que traen los feriantes. —propuso el padre, haciendo un último esfuerzo por convencer al chico.
—¡Sniff… no, no, que noooo!
A punto de perder la paciencia, aunque era un hombre templado, trató por última vez de persuadir al muchacho. Para no trastornarle, empleó un tono de voz suave, que no delatara el enfado que iba acumulando, y sin dejar de dedicarle palabras cariñosas, se dirigió a él por última vez.
—Hijo querido, yo me tengo que ir y tu tienes que cenar. Si no tomas la sopa, dejamos todo para que desayunes mañana. Pero recuerda lo que dice todo el mundo.
—¿Qué dice? —inquirió el zagal.
—Que si te vas a la cama sin cenar, no te duermes y si duermes poco, viene el hombre del saco que se lleva a los niños que duermen poco.
—Me da igual. Yo no teno medo al hombre de saco.
Así pues, el hombre preparó el material para una noche de trabajo, puso el pijama al niño, le acompañó mientras hacía pis y se lavaba los dientes, lo llevó en brazos a la cama y lo acostó con cuidado. Apagó la luz y cuando se disponía a salir de la habitación, oyó al chico que preguntaba:
—Papá, ¿es verdad que hombe de saco lleva niños?
—Ja, ja, ja… claro que no. ¡Son historias que se inventan para asustar a los niños como tú y que hagan caso a los padres a la hora de comer y a la de acostarse! Ni el hombre del saco, ni todos esos asustaniños existen.
Dando un beso a su hijo, el hombre se despidió de él, dejándolo tranquilizado. Salió a trabajar con una sonrisa en los labios.
Cuando a la mañana siguiente regresó a casa, cargado con el botín conseguido durante la noche, el hijo del Sacamantecas había desaparecido.
Manuel Medarde
Grupo A
El bosque y la noche.
La noche es fría, el cielo está despejado, entre algunas nubes grises, se esconde la luna llena, e invita a adentrarse en el bosque.
Caen los primeros copos de nieve y las copas de los árboles se visten de blanco.
De pronto se oyen aullidos que no parecen ser de ningún perro.
La silueta de un lobo se divisa entre la nieve, el miedo se apodera de mi; siento un escalofrío que recorre como un relámpago mi espalda.
Vuelvo a mi miedo de niño, cuando me decían que era muy peligroso ir solo al bosque cuando caía la tarde y me podía sorprender la noche.
Más de una vez haciendo oídos sordos, en compañía de mis amigos, nos perdíamos entre las sombras buscando a aquella bruja, de la que nos hablaban nuestras abuelas y que creíamos descubrir en las ramas de los árboles.
P.G.
Grupo C
Grupo B
El Coco alérgico al polvo
Leo tenía su cuarto hecho un lío: libros en la cama, ropa y juguetes por el suelo.
Una noche, mientras intentaban dormir, escuchó un ¡Aaaachú! tan fuerte que hizo vibrar su cama. Primero pensó que estaba soñando, o que sería el ruidito de alguno de sus coches, pero el segundo ¡AaaaaAACHÚ!, observó que salía desde debajo de la cama.
Con una valentía desconocida, Leo se agachó, levantó el edredón y… ¡allí estaba! Una figura peluda, con ojos brillantes y nariz roja como un tomate.
¡Hola!. - Soy el Coco, el monstruo de la oscuridad y del fondo del armario... ¡AACHÚ!
Leo le miró sorprendido, y recordó que su abuela una tarde de lluvia torrencial en que no podían salir al parque, le había contado un cuento titulado: Que viene el coco. El Coco, contaba, era un monstruo fantasmal, se escondía en la oscuridad para llevarse a los niños desobedientes o que no quieren dormir.
Se lo había imaginado como un ser oscuro, peludo, desaliñado y con un aspecto monstruoso. Pero el que le observaba saliendo de debajo de la cama, sacudiéndose el polvo, no era muy grande.
Su cuerpo estaba cubierto de un pelaje grueso y suave de color morado, ¡su color favorito!, con lunares de color verdoso, con dos cuernos cortos en la parte superior de su cabeza, y una cresta de colores, que le hacía parecer gracioso, con brazos muy flacos y largos, piernas más cortas, y un gran culo, de donde le salía una larga cola que arrastraba. Le recordó a "Sulley", de la película Monstruos S.A.
Leo le preguntó -¿Porque viniste?
-Para asustar a los niños, aprovechando la obscuridad y la noche. Sentí que estabas preocupado. El miedo crece en la oscuridad si nadie lo escucha. Y yo cuido que esos miedos no se vuelvan gigantes.
Leo tragó saliva. - Yo… yo tengo miedo de no poder dormir porque a veces, sueño cosas malas.
El Coco extendió su mano y salieron pequeñas chispitas de luz y colores que flotaron, y se instalaron en paredes y techo.
-Los miedos no desaparecen porque sí – dijo el Coco-. Pero si los compartes, se hacen más pequeños. Pero con este desorden en la habitación no puedo ni entrar. En el armario no tengo sitio, resbalé dos veces en un calcetín sucio de dinosaurios, y casi me rompo una de mis enormes garras. Además tengo alergia al polvo, y debajo de tu cama, se han formado tantos ovillos que parecen arizónicas del desierto.
Leo, que ya no tenía miedo, se rió a carcajadas…
-Si te apetece, puedes ayudarme a recogerlo todo y después puedo compartir contigo la leche y galletas de chocolate que no me tomé…- dijo Leo
Así lo hicieron, y como era la hora de dormir, el Coco se preparó para despedirse.
Cuando tengas miedo, mira al techo y paredes y piensa en mis colores, -le dijo el Coco. Le dio un abrazo a Leo que sonreía aliviado, y se desvaneció tras una nube de polvo brillante… y un último estornudo.
Leo se metió en su cama y recordó las palabras de el Coco: Recuerda la noche no siempre es peligrosa. A veces solo necesita que alguien la comprenda.
Y se durmió.
E.R.A
Grupo B.
El hombre del saco y la pérdida.
El cuento del hombre del saco, se ha trasmitido de generación en generación. Rondaba las calles al caer la noche, cargando con un saco grande. Si los niños desobedecían a sus padres o se apartaba demasiado de casa, los atraparía y lo metería en su saco, llevándoselos lejos, a un lugar donde nadie podría encontrarlos nunca más.
Las abuelas al amor de la lumbre advertían: "El Hombre del Saco solo se lleva a los niños que desobedecen, que se pierden, que se van con desconocidos, o se alejan de su hogar y olvidan el amor y la protección de sus padres."
No es solo una leyenda, es una advertencia. Representa un temor profundo que aparece cuando menos lo esperamos. No tiene rostro, no habla, pero su presencia pesa. Su misión es arrebatar algo valioso: suele ser un niño, la inocencia o la seguridad.
De manera similar, la pérdida de alguien querido también llega como una sombra silenciosa. No avisa, no negocia y, cuando se presenta, deja un vacío tan grande como ese saco oscuro que el personaje mítico arrastra. En ambos casos, el mundo se vuelve desconocido y hostil.
El Hombre del Saco se lleva algo: un niño, una tranquilidad, un fragmento de la vida cotidiana. La pérdida de un ser querido también se lleva algo irrecuperable: una voz, una presencia, una rutina que ya no vuelve. No importa cuánto uno grite o corra; aquello que se llevó no regresa igual.
Se manifiestan como una sombra persistente. Incluso después de desaparecer, ambos dejan un eco, un miedo, un recordatorio de que no siempre estamos a salvo. La pérdida deja tristeza, una sombra que nos sigue aunque tratemos de avanzar. Nos dicen que hay ausencias que permanecen más tiempo que las presencias.
Supone una lección oculta. El cuento no solo asusta; también enseña. La pérdida, por dura que sea, también enseña algo: A valorar lo que tenemos. A apreciar el tiempo. A crecer a través del dolor. Tanto el mito como la realidad comparten un propósito: obligarnos a mirar aquello que damos por sentado.
Y ofrece una transformación. Tras un cuento del Hombre del Saco, el niño nunca será el mismo. Tras una pérdida real, la persona tampoco vuelve a ser igual. Ambas experiencias nos marcan, moldean y cambian la forma de ver el mundo y lo que nos rodea.
El cuento pertenece al mundo de las leyendas; la pérdida a la vida misma. Pero ambos nos recuerdan que el amor y la seguridad son frágiles, y que, aunque el miedo o la tristeza puedan atraparnos, siempre existe alguien en quién apoyarnos y un camino para seguir adelante.
E.R.A
Grupo B
Padre e hijo
—¡Papá, papá, yo no quero sopa! —dijo el hijo, con esa voz, entre suplicante y exigente, que suelen sacar a flote los pequeños cuando quieren negarse a algo que no les gusta.
Era el hijo único de un honrado trabajador, que con grandes esfuerzos conseguía sacar adelante a su familia. Aquella noche, el padre había previsto salir a buscar aprovisionamiento, que necesitaba para hacer los preparados que vendía en la tiendezuca que regentaba. Por ello, tenía algo de prisa y quería conseguir que el niño terminara pronto de cenar.
—Tienes que tomártela y así entrarás en calor. Después hay un huevo duro con tomate y unas natillas, que tanto te gustan —respondió el padre con tono cariñoso.
El pequeño refunfuñó un poco y tomó media cucharada, pero inmediatamente escupió lo poco que había introducido en la boca.
—Puaajjjjj, ¡Qué ajscoo! —exclamó el pequeño, con la media lengua que empleaba cuando estaba de malas.— ¡No quero sopa!
—Anda hijo, haz un esfuerzo, que seguro que al final te acaba gustando, que es muy rica y nutritiva.
—¡No, no, no y no! —repitió el pequeño, entre enfadado y lloroso.
El padre, conmovido por la actitud de su hijo, decidió cambiar de estrategia y en lugar de seguir por la senda del convencimiento, recurrió a la promesa de recompensas que sabía que le gustaban al niño y que otras veces le habían dado excelentes resultados.
—Si te tomas la sopa, el domingo te llevo a la feria —prometió zalameramente— y además te compro un juguete de madera.
Pero la estrategia no pareció tener resultado positivo.
—¡No me guzta la sopa! ¡y tapoco los juguetes de madera! —mintió el crío, tozudo en su negativa, sintiendo que iba a conseguir salirse con la suya.
—Pues también había pensado que podías montar en los poneis que traen los feriantes. —propuso el padre, haciendo un último esfuerzo por convencer al chico.
—¡Sniff… no, no, que noooo!
A punto de perder la paciencia, aunque era un hombre templado, trató por última vez de persuadir al muchacho. Para no trastornarle, empleó un tono de voz suave, que no delatara el enfado que iba acumulando, y sin dejar de dedicarle palabras cariñosas, se dirigió a él por última vez.
—Hijo querido, yo me tengo que ir y tu tienes que cenar. Si no tomas la sopa, dejamos todo para que desayunes mañana. Pero recuerda lo que dice todo el mundo.
—¿Qué dice? —inquirió el zagal.
—Que si te vas a la cama sin cenar, no te duermes y si duermes poco, viene el hombre del saco que se lleva a los niños que duermen poco.
—Me da igual. Yo no teno medo al hombre de saco.
Así pues, el hombre preparó el material para una noche de trabajo, puso el pijama al niño, le acompañó mientras hacía pis y se lavaba los dientes, lo llevó en brazos a la cama y lo acostó con cuidado. Apagó la luz y cuando se disponía a salir de la habitación, oyó al chico que preguntaba:
—Papá, ¿es verdad que hombe de saco lleva niños?
—Ja, ja, ja… claro que no. ¡Son historias que se inventan para asustar a los niños como tú y que hagan caso a los padres a la hora de comer y a la de acostarse! Ni el hombre del saco, ni todos esos asustaniños existen.
Dando un beso a su hijo, el hombre se despidió de él, dejándolo tranquilizado. Salió a trabajar con una sonrisa en los labios.
Cuando a la mañana siguiente regresó a casa, cargado con el botín conseguido durante la noche, el hijo del Sacamantecas había desaparecido.
Manuel Medarde
Grupo A
El bosque y la noche.
La noche es fría, el cielo está despejado, entre algunas nubes grises, se esconde la luna llena, e invita a adentrarse en el bosque.
Caen los primeros copos de nieve y las copas de los árboles se visten de blanco.
De pronto se oyen aullidos que no parecen ser de ningún perro.
La silueta de un lobo se divisa entre la nieve, el miedo se apodera de mi; siento un escalofrío que recorre como un relámpago mi espalda.
Vuelvo a mi miedo de niño, cuando me decían que era muy peligroso ir solo al bosque cuando caía la tarde y me podía sorprender la noche.
Más de una vez haciendo oídos sordos, en compañía de mis amigos, nos perdíamos entre las sombras buscando a aquella bruja, de la que nos hablaban nuestras abuelas y que creíamos descubrir en las ramas de los árboles.
P.G.
Grupo C
Los tiempos cambian, los miedos no
— ¿Nombre? —preguntó Marisa sin levantar la mirada del teclado.
Llevaba catorce años tecleando en aquella oficina del Servicio Público de Empleo. Un trabajo monótono, rutinario. Se limitaba a pedir datos, registrar nombres y dar consejos básicos sobre búsqueda de empleo.
— ¿Nombre y apellidos? —repitió mientras levantaba la cabeza y miraba al individuo que acababa de sentarse frente a su mesa.
Era un hombre desaliñado, de pelo largo y enmarañado, con las facciones curtidas por el frío y vestía un jersey de lana verde, viejo y deshilachado. La miraba impasible.
— Su nombre completo, por favor.
— Camuñas, tío Camuñas —dijo el hombre.
— ¿Apellido?
— Del Saco —contestó tío Camuñas.
Marisa miró hacia los lados, escrutando a sus compañeros, por si aquello era una broma.
— ¿Dirección?
— No tengo vivienda fija, aquí y allá. Unas veces en un sobrao, otras en una cuadra — respondió tío Camuñas.
Marisa lo observó unos segundos.
— ¿Cuál es el motivo de su visita?
— Verá, ya no hay trabajo de lo mío y necesito vivir como todo el mundo. Y busco otro empleo.
— ¿De qué trabajaba?
— Soy asustador profesional. Me llaman de muchas formas: el tío del saco, el coco, el sacamantecas. Antes me contrataban las madres y las abuelas, para meter miedo a los pequeños y que obedecieran. Por las noches, hacía mi ronda, asustaba, me daban comida y un sitio donde caerme. Pero ahora, todo son pantallas. Nadie me llama.
Marisa había vivido de todo en catorce años, pero estaba segura de que ese día no se le olvidaría.
Se quedó pensativa y un minuto después le dijo:
— Está bien tío Camuñas. Un momentito que voy a hacer una consulta.
Se levantó y se dirigió hacia un despacho en el fondo donde un cartel indicaba “Dirección”.
Al cabo de cinco minutos volvió con una gran sonrisa. Se sentó en su silla y comenzó a teclear entusiasmada.
— Tío Camuñas. Tenemos un trabajo para usted. Tendrá que cambiar de indumentaria. Pero seguirá asustando.
El tío Camuñas abrió los ojos sorprendido.
— ¿Y cómo es eso?
— Trabajará para Hacienda. Recaudador de impuestos. Y tendrá que meter mucho miedo.
Los tiempos cambian, el miedo no.
Max Ferlam
Grupo B
Grupo B
Blancanieves
Era viernes, el día que pasaba Blancanieves, el carbonero, por nuestro barrio. Me precipité a la ventana, sentía una atracción irresistible por aquel hombre encorvado, de cejas como alas de un cuervo abriéndose al vuelo. El miedo no frenaba mi curiosidad. Rosarito me había contado que Blancanieves escondía un saco manchado de sangre debajo del carbón de su carretilla, y que en el saco llevaba una “máquina chupasangre”, y vete a saber qué más. Rosarito sabía todo lo que ocurría en el barrio Lacoma, como lo de la señora Bene, que había desaparecido una noche, justo después de que el sereno abriese el portal 135 de su casa. ¿Qué había pasado en ese portal? Era un misterio al que dábamos muchas vueltas en la trastienda de la librería del padre de Rosarito, cuando salíamos del colegio. Precisamente el día anterior, jueves, habíamos intentado dibujar el chupasangre porque Elena, en el recreo, nos contó que su prima le había dicho que tenía un tubo largo terminado en una aguja que clavaba en la tripa de los niños. Y lo sabía porque su madre era enfermera en el hospital al que Blancanieves vendía la sangre de contrabando. Allí llegaban los cadáveres de los niños hechos un higo paso y los metían por la puerta de atrás.
Desde mi ventana vi a Blancanieves cruzar la carretera y dirigirse detrás de mi casa, hacia la fábrica de baldosines, donde los montones de arena en los que yo jugaba. Tenía que ver qué iba a hacer allí; era mi territorio. Bajé corriendo y me escondí en la cancela de la casa abandonada al principio de la explanada. Blancanieves hurgó en el carbón y cogió el saco donde guardaba el chupasangre. Luego torció su negruzca cabezota hacia la casa y dos luces rojas, bajo sus cejas de alas de cuervo, se dirigieron hacia mí. Ya no había remedio, me había localizado, me sacaría toda la sangre y dejaría mi cuerpo seco en la puerta de atrás del hospital. Pero ¿cómo sabía que yo estaba allí? No me había visto; hasta ese momento no había levantado la cabeza de la carretilla que empujaba. Lentamente, como el cura cuando abría el sagrario en la misa, se acercaba a mi escondite. Pensé que, cuando llegase hasta mí, ya no iba a encontrar su preciado tesoro si mi corazón estallaba. Parecía un tambor en mi garganta que no me dejaba respirar.
Yo me había pegado como una salamandra a la pared cuando, de pronto, giró la carretilla hacia la derecha de la casa y se dirigió al huerto del señor Lucas. abrió la portezuela, desenrolló el alambre del hierro de su máquina y pinchó al pobre conejo que había en una trampa. Ya dejaría para siempre de robar las zanahorias al señor Lucas. Luego metió el conejo en un saco y preparó la trampa para la próxima víctima. Aproveché ese momento para escapar y corrí hasta mi casa.
Nadie me iba a creer lo del conejo, así que al día siguiente le conté a Rosarito y a Elena que había un niño pequeño jugando solo en el huerto del Señor Lucas y que Blancanieves lo había metido en el saco. Yo también tenía ya una historia que contar. Lo malo es que, por la noche, en las sombras que hacía la ropa colgada en la pared de mi habitación, veía a Blancanieves. Y me decía: “Chupo la sangre a los niños ¿verdad? Pues ahora te la chuparé a ti, por mentirosa”. Yo metía la cabeza debajo de la manta y repetía hasta quedarme dormida: “Era un conejo, era un conejo”.
Araceli Broncano Rodríguez
Grupo C
La Papurra
Era una mujer grande, superaba con creces la altura de cualquier otra señora del pueblo. Sus brazos eran largos; sus manos, inmensas; sus pies, gigantescos. Tenía unos ojos tan negros que destacaban sobre la oscuridad de su piel. Caminaba torpemente, parecía que cada paso le costaba la vida, pero siempre andaba de acá para allá. A veces iba con sacos, con cubos o cántaros que cargaba con mucha dificultad a las caderas o a la espalda. Se llamaba Teodora, pero la llamaban la Papurra, que era el mote de la familia.
Vivía justo en la esquina de nuestra calle, por eso el abuelo la veía pasar todos los días de arriba para abajo. Eso decía él, aunque, en realidad, no la veía porque era ciego, pero sabía cuándo ella se movía a su alrededor. Aseguraba que era por el olor. Decía que olía a mala. Que por eso la distinguía.
Mis hermanos y yo la veíamos muy a menudo porque estábamos siempre en la calle jugando con toda la muchachería, enredando entre nosotros, metiéndonos en líos y, en definitiva, disfrutando de nuestra infancia, aunque, en aquellos momentos no lo supiéramos. Ella pasaba muchas veces por nuestro lado y yo me apartaba. Me daba miedo, su porte me intimidaba y el movimiento de sus manazas me hacía retroceder. Temía cuando ella se acercaba a nuestra puerta sobre todo porque mi abuelo torcía la nariz y se santiguaba.
La curiosidad y sobre todo el temor me llevaron a la cocina, donde estaban mi madre y mi abuela. Pregunté quién era esa enorme señora de mirada atroz. Mamá salió al quite enseguida y me contó que se trataba de una mujer pobre con una prole numerosa: tenía siete hijos y un nieto a los que alimentar. Su marido era un desventurado pastor de ovejas, que no ganaba lo suficiente para el sustento de la familia y que, además, se había dado al vino. No obstante, la señora Teodora, que es como la llamaba ella, nunca había renegado del hombre, bien al contrario, procuraba atenderle en todo lo que fuera posible. “Y cada vez que venía de las ovejas, le hacía otro hijo” —dijo mamá entre dientes, para que lo escuchara solo la abuela, a la que se le escapó una sonrisa de medio lado. Pero yo también lo oí.
El abuelo, que tenía un oído muy fino, fruto, seguramente de su ceguera, dijo alto y claro: “Es una puta. Todo el pueblo lo sabe y, sobre todo los hombres que han pagado su cama”.
Mamá levantó la voz para salir en defensa de nuestra vecina y reprender a su suegro. “Abuelo —dijo— no hay que ofender. Teodora es una buena mujer a la que no le ha tocado otra que ganarse la vida de mala manera”. Y acabó: “A saber a qué llegaríamos nosotros por proteger a nuestros hijos”. Se volvió hacia mí y me dijo: “no debes temerla, no te hará ningún daño, al contrario, si te acercas a ella, te tratará con cariño”.
Yo no entendí muy bien de qué iba la conversación entre el abuelo y mi madre, pero di por buena la explicación. Bastaba con que mamá dijera que era una buena persona para que se me quitara la aprensión hacia la Papurra y empezara a mirarla con otros ojos.
Maxi Moreno
Grupo B
Se veía venir
D. Trump, desde muy pequeño, era distinto al resto de los niños. En la guardería cuando las niñas se reían del color de su pelo, las pegaba y les quitaba las golosinas. De chaval, como era el dueño del balón y del campo, solo jugaban sus amigos, al resto les cobraba para jugar o les insultaba por no tener dinero. La mansión donde vivía era muy grande, y no le gustaba dormir solo, por lo que cada día solicitaba le acompañará una criada distinta. Sus padres para que se fuera a la cama pronto a descansar, trataron al principio de meterle miedo, con el hombre del saco, el sacamantecas o el coco. Pero el pequeño Donald cuando su madre le decía “Donald, vete a la cama, que si no llamo al coco”, él siempre contestaba lo mismo. “ Yo, al coco le doy por culo”.
Luis Iglesias
Grupo B
Poldo
Se llamaba Poldo. El hombre del saco que vagaba por las calles de mi pueblo se llamaba Poldo. Bastaba que alguien anunciara que lo había visto llegando a la ermita, para que todos los niños huyéramos y la plaza se quedara vacía.
Mi hermano y yo teníamos suerte, pues vivíamos allí mismo, al lado de las escuelas.
—¡Mama, que viene Poldo! —entrábamos gritando
Corríamos hacia nuestro cuarto y nos atrincherábamos como para resistir un asedio. Muchas veces el monstruo golpeaba la puerta y entonces nos estremecíamos de terror y lamentábamos que nuestra habitación no tuviera cerrojos. Luego la curiosidad vencía al miedo y, al poco, nos apostábamos junto a la ventana y entreabríamos las contraventanas para espiar al mendigo. Era un tipo viejo, eso nos parecía a los niños, de espalda encorvada y andar titubeante. Vestía ropa de pana oscura, remendada y sucia, y llevaba calado un sombrero de fieltro negro cuyas alas caían hasta juntarse con una barba tupida y canosa. Algunos aseguraban que no tenía cara.
—Una caridad —le pedía a mi madre.
Nos maravillaba la valentía de ella, que lejos de mostrarse temerosa, le hablaba con un tono respetuoso y solícito. Como si su venida fuera un rito incómodo, pero que no podía soslayarse.
Ella —luego nos lo contaba— le entregaba unas monedas, unos mendrugos de pan y algún tasajo de carne. Y si era el tiempo, un par de manzanas o un racimo de uvas. Lo veíamos guardar todo en el mugriento saco de arpillera que portaba al hombro.
Mis padres nunca necesitaron asustarnos con el hombre del saco, nosotros lo conocíamos y era suficiente con mencionar su nombre para que las rodillas se nos echaran a temblar.
Yo le temía más aún que mi hermano, pues en una ocasión, me encontré solo frente a él. Habían golpeado la puerta y yo, que pasaba cerca, la abrí sin pensar. Verlo en el umbral me dejó paralizado. Era un viejo menudo en el que todo era oscuro menos las dos brasas que tenía por ojos. Me alcanzó su peste a sudor y humo. Antes de que pudiera reaccionar él extendió una mano de uñas renegridas y suplicó:
—Una limosna, zagal.
Di un portazo y corrí hacia la cocina donde se hallaba mi madre. Me abrazó y, con mucha ternura, me animó a demostrar coraje y a acompañarla. Me negué y me acurruqué en una silla mientras ella iba a socorrer al mendigo.
Pasó el tiempo y la inocencia infantil. Supe que aquel pobre hombre no era más que un enfermo sin recursos que sobrevivía de la mendicidad. Y olvidé su nombre y su amenaza.
Pero hoy lo he recordado de golpe y también el pavor que me causaba el simple hecho de nombrarlo. Porque hoy, más de sesenta años después, he sentido el mismo miedo. Cuando desperté de mi desvanecimiento había un alboroto de enfermeras y doctores afanándose sobre mi cuerpo. Me aturdieron las voces y el ajetreo. Por eso tardé en descubrir, tras ellos, la cara de Poldo, su sombrero, la barba, sus ojos. Estaba allí, yo lo veía, pero los demás parecían ignorarlo. Me llegó, incluso, su olor rancio. Entonces noté que su mano de uñas negras tiraba con fuerza de mi tobillo. Las piernas me temblaron como cuando era un niño.
Hoy no ha conseguido arrojarme dentro del saco. Quizás la próxima vez.
Pepe Lorenzo
Grupo B
El hombre del saco
Al caer la noche
por callejuelas y caminos
camina, sigiloso,
el hombre del saco.
La luna alumbra sus pasos,
enormes y largos.
Su sombra asusta al viento
y hace esconder a los pájaros.
Un sombrero de fieltro negro
esconde su imaginada cara
y una raída capa verde
cubre su espalda encorvada.
Cansado y viejo se retira
el tan temido hombre del saco.
Los padres no le necesitan.
Los tiempos han cambiado.
En su saco lleva ahora
los “te quiero”, no dichos
y los besos, no dados
de los niños de antaño.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Duérmete niño, duérmete ya
Se abre la puerta
y entran los escalofríos.
Su aliento alcoholizado es una premonición;
el tambaleo de su cuerpo
provoca terremotos en mi interior.
Por el pasillo se arrastra
entre botellas y ropa sucia,
con gemidos de dolor,
rompiendo juguetes a su paso.
Su boca es un lagar de sangre y dientes,
y sus ojos son dos golondrinas
aplastadas contra el suelo.
—se aproxima—
Con la carne de sus dedos
araña las paredes;
avanza gritando auxilio
y mascullando amenazas.
—se desploma—
Y comienza a llorar
como una alimaña herida.
Buenas noches, papá —susurro—.
Duérmete niño, duérmete ya.
Mencey Guerra
Grupo A
Sombras del pasado
--Madre, una sombra pequeñita me persigue.
--Verás, mi niñito, como esa sombra se hará grande y algún día será humo.
Puerta entreabierta, discusiones de adultos, madre enfurecida, padre que golpea, un vaso estalla por los aires, el agua se desliza entre el silencio.
Miedo atroz, que convierte en gusanos de pánico, las mariposas del estómago sediento.
Duele cada rendija de vida. Pequeño aliento.
--Madre, la sombra se hizo grande y se hizo hielo.
--No, mi niño, la sombra cuando se haga hombre, será cielo.
Escalofríos de noches de escarcha, centellea el rocío.
--Duele el alma, madre.
--Tranquilo mi hijo. La sombra, tu sombra, ya no serán tus miedos. Sólo tus sueños.
7:00 Comienza un nuevo día. Despierto.
GuADAlupe
Grupo C
Acababan de instalarse en la casa nueva. Con sus tres plantas, su garaje subterráneo, su bodega y un bajo cubierta que acondicionarían como estudio. En una urbanización a las afueras, con piscina, jardines, eso que ahora se llaman zonas verdes, y bien comunicada. Rodeada de tierras. Vamos, lo que es un falso campo. Porque ese era su sueño y era lo mejor para todos. Y en ese todos estaba incluido él: Tu padre. Verás qué bien estará tu padre en el chalet. Con mucha luz, zonas verdes y campos alrededor. Además, su habitación en el piso de abajo para no tener que subir y bajar escaleras.
Él, tu padre, se instaló en su nueva habitación. Amplia, con una gran ventana que daba al parque, un baño próximo y la puerta de bajada al garaje al lado. La primera noche en la nueva casa él se levantó y, adormilado, abrió la puerta, y pulsó el interruptor de la luz. Comenzó a bajar las escaleras, peldaños de terrazo frío. Notó que sus pisadas eran otras. Escuchó claramente el crujir infantil de los escalones de madera que bajaban a la cuadra desde la mediocasa. Oyó el ruido que hacía la trampilla de madera al abrirse y sintió en sus manos el frío metálico de la argolla que utilizaban como asa. Y allí el hueco oscuro, negro, enigmático, que le reprodujo aquella desazón que ya tenía olvidada. Había que bajar a tientas varios peldaños. ¿Cuántos? La de veces que los contó para no recordarlo nunca. Sí recordó la luz mortecina de la cuadra. Una única bombilla en la que el polvo se quedó a vivir, aquella luz que no mitigaba la oscuridad, ni atenuaba sus miedos. Adobes y tabiques a media altura para sujetar los pesebres de troncos huecos. Quedaban sólo unas gallinas y algunos conejos. Percibió el olor cotidiano, un vaho tibio que subía desde el suelo: excrementos, paja y estiércol. Ese olor casi protector. Y el frío, cuando en invierno cruzaba aquel espacio mesetario para aliviarse entre la noche. En ocasiones el frío le pudo y había mojado la cama por no bajar a la cuadra. ¿O no fue por el frío? Y acabar, acabar rápido, porque allí abajo, en lo más oscuro de la cuadra, se reunían, él los oía a veces, el hombre del saco, el sacamantecas, el lobo, el tío camuñas. Un grupo de conocidos que sus padres le mentaban con frecuencia. Ellos están en comisaría hablando con un policía. Le cuentan que él ha desaparecido, que últimamente estaba raro, ausente, como asustado. Que pasaba el tiempo mirando por la ventana y apenas salía. Ya sabe que los mayores tienen sus manías, son como niños.
¿Cómo le explicaban al policía lo que había pasado? No les creería. Pensaría que estaban locos.
El joven policía los miró serio, circunspecto, profesional. Ninguna duda, dijo. !Se lo ha llevado el hombre del saco!
Nicolás Casillas
Grupo A
Nanas
En laberintos escondidos de mi memoria resuena esta nana no dedicada:
“Duérmete niña,
duérmete ya,
que si no viene el coco
y te comerá.”
No escucho voz, sólo siento la amenaza de lo intangible que me obliga a fingir la quietud del abrazo de Morfeo.
30 años después, susurraba una nana muy diferente y en poco tiempo se convirtió en una melodía diaria cantada a 2 voces:
“Te acuesta mamá,
te acuesta mamá,
con tus sábanas y tus mantitas.
Te acuesta mamá,
para descansar
y para mañana
poder jugar”
Y me he dado cuenta de que asustar niños no es lo mío…
Ana Calvo
Grupo C
No maltrates a tus muñecas…
-No trates así a tus muñecas , no les cortes el cabello, no les pintes la cara. Cuídalas. Que estén siempre limpias y bien peinadas, con sus vestidos bien puestos, con sus zapatos, sus medias, todo.
Me lo dijo tantas veces María. Pero yo, yo no hacía caso.
-Sabes lo que pasa cuando una muñeca es maltratada ¿no?...
A mí me gustaba cortarles el pelo, ensayar nuevos maquillajes en sus pequeñas caritas y vestirlas y desvestirlas una y otra vez, luego, sus ropas se me perdían entre tantas cosas, entre tantos otros juguetes y al final, las pobrecitas quedaban con nada puesto, con los cabellos cortos, las caras manchadas y arrojadas por cualquier parte.
-A las muñecas no les gusta que las traten mal. No les gusta estar en cueros, ni pelonas. Tampoco les gusta que les pintarrajen las caras. Se enojan si les haces eso ¿te he contado lo que pasa en la noche con las muñecas enojadas? ¿te he contado lo que hacen?
María Regalado, una mujer gruesa, morena de unos cuarenta y tantos años que servía en mi casa y que muchas veces se encargaba de llevarme a la cama a dormir.
María Regalado, cómo la recuerdo. Gustaba mucho de contarme historias extrañas, historias de muertos, de aparecidos, de brujas.
-Por la noche, las muñecas enojadas porque las maltratan, ladran como perros, se ponen en pie y caminan por todos lados, pero no caminan así nomás, como tú o como yo, no, se sacan las piernas y vuelan, como las brujas.
Sus ojos oscuros tenían un brillo extraño cuando contaba esas terroríficas historias, antes de irse y apagar la luz, dejándome muerta de miedo al cerrar la puerta de la habitación.
-En esas ramas del árbol que tocan tu ventana, allí se sientan a mirarte mientras duermes. Un día, un día va a pasar que van a estar tan enojadas por lo que les haces, que se van a juntar todas en la noche y te van a dejar igual que ellas; Pelona, encuerada y tirada por allí, sin piernas. Sigue, sigue niña tratándolas así y, vas a ver lo que te pasa…
Dejé que jugar con muñecas. Ya no quería más tener miedo de que se levantaran por la noche e hicieran todo lo que María decía. Las guardé en sus estantes, en sus cajas, traté de reponerles sus vestidos y lavarles las caras. Sus cabellos no podían crecer, pero, al menos, sus piernas seguían en su lugar.
María se fue de casa un día, regresó a su pueblo y nunca más volvimos a verla, pero sus historias de terror se quedaron para siempre en mi memoria. Desde entonces cuido mucho a mis muñecas, procuro que estén vestidas, peinadas y con la cara limpia…De todas formas, en la noche las espío, a ver si no se ponen a ladrar como perros o se quitan las piernas y salen volando.
Ah, y desde entonces, también evito las habitaciones con árboles cuyas ramas toquen las ventanas…No vaya a ser.
Esperanza García
Grupo A
Monstruos para que os quiero
El niño, mi niño, me miraba con una mezcla de insumisión, soberbia y sabia determinación. Estaba decidido en ese preciso instante a desobedecerme, no había otro tiempo verbal para él. El recibidor de la casa era el territorio de la batalla,un lustro de vida, su experiencia. Seis lustros los míos.
¬¬ Así que ¿te quieres ir?. ¿A dónde?..
¬¬ Sí. Me voy. No quiero cenar. Me quiero ir.
¬¬ Es de noche, muy de noche. Está muy oscuro en la calle. Vete a saber quien anda por ahí.
¬¬ Me voy. Estoy harto¬¬ Dijo abrazándose a sí mismo.
¬¬ Hace mucho frío en la calle. Hay perros vagabundos y hambrientos ¿dónde vas a dormir?¬¬ yo, francamente preocupada por la tozudez de mi hijo. Invocando a Jung y a todos los pedagogos que en el mundo han sido.
¬¬Me voy¬¬ Lo dijo ya agarrado al picaporte de la puerta como si fuera una liana dúctil.
¬¬Está bien, dije y pensé plan B, apoya su decisión.
¬¬ Pero, llevate algo de abrigo para pasar la noche
Me miró sorprendido sin soltar el picaporte.
¬¬Espera, te hago un hatillo¬¬. Y metí en un pañuelón que colgaba de una silla: una mantita del sofá ,un gorro y creo que un pijama y un trozo de pan. El esperaba de brazos caídos. En ese momento me dio pena, no quería ser la mala de la película en su guión particular pero, una había leído sobre la “la buena educación” y estaba dispuesta a llevar a termino aquella absurda situación.
Le ayudé a colocarse el hatillo, abrí la puerta de casa de par en par y le empujé al descansillo. No dí la luz. Cerré tras él y observé por la mirilla. No se rendía, el muy cabezota. Pasé a ponerme unos zapatos y una chaqueta, corriendo corriendo. ¿Por qué no tenía miedo? ¿Por qué?. Yo estaba asustadísima. Y, si se iba a la calle. Me asomé a la mirilla. Se había sentado en el primer escalón que descendía. No abandonaba el rellano, menos mal. Esperé.... Seguí esperando. Pasó mucho tiempo hasta que me decidí a abrir la puerta. Di la luz de la escalera.
¬¬Miguel, hijo. Ven¬¬ Casi susurré.
El negó con la cabeza y los hombros. Me acerqué muy despacio, me senté a su lado y lo abracé. Estaba llorando. Lo seguí abrazando. Le ayudé a levantarse y con mucho cuidado lo guié hacia la luz de nuestra casa. Cerré la puerta en silencio. Después le ofrecí un colacao con galletas y un cuento del delfín Sinfín y el tiburón Sinfón.
El durmió como un lirón y olvidó, yo no.
Araceli Sebastián
Grupo C
El coco vendrá
-Duérmete mi niño, duérmete ya, que si no vendrá el coco y te comerá.
-No mamá, no lo hará. Por el contrario, mi amigo será.
-Ven hijo, acércate. Mira el cielo, hoy la luna está muy redondita. ¿Recuerdas cómo te dije que se llamaba la luna cuando estaba así?
-Luna llena, mamá. Brilla mucho, por eso no me da miedo la oscuridad. Ella ilumina mi habitación.
-Cuando la luna está así de llena, las brujas, el hombre del saco y el coco salen en busca de los niños que no quieren dormir. Entran en su habitación, los sacan de sus camas y se los llevan para nunca más regresar.
-Si vienen les daré un vaso de leche con galletas. Les enseñaré mis juguetes y jugaremos toda la noche hasta que caigan rendidos de sueño. Cuando se haga de día ya no podrán hacerme daño y volverán con sus mamás, y una nueva historia les contarán. Si aún así deciden llevarme, correré y en tu regazo me refugiaré para que no puedan encontrarme.
-Algún día entenderás que esos monstruos nunca se irán. Acechándote siempre estarán. Tendrás que ser muy valiente para defenderte de esa escoria. Pero, hasta que lo puedas entender, yo velaré tus sueños y despierta los esperaré. Ahora duérmete y no temas, que mamá te protejerá.
Pasados los años comprendí lo que mi madre quería decirme. Me estaba avisando de los peligros reales de la vida, de aquellos monstruos a los que realmente debía temer, de los que debía cuidarme, de los que son de carne y hueso y no de los que vivían en mi mente.
Descubrí que efectivamente hay brujas y brujos que con sus discursos nos hechizan, nos nublan el entendimiento y nos convierten en títeres en sus manos.
Que hay hombres del saco capaces de minar la tranquilidad y la felicidad de familias enteras, sesgando la vida de inocentes sin siquiera temblarles el pulso.
Que el coco espera pacientemente un descuido para entrar en tu mente, en tu cuerpo y poner patas arriba tu existencia.
Todos estos monstruos caminan a diario a tu lado, con diferente aspecto. Los puedes encontrar en el autobús, comprando en una tienda o, simplemente, dentro de tu propia casa porque, un día, sin saber quienes eran, los dejaste entrar.
La valentía de la que hablaba mi madre no es otra que la gran tarea de convivir con ellos. Seguir y enfrentarlos es la mejor manera de derribarlos. Porque no hay nada peor para tu enemigo que verte de pie, luchando y buscando eso que llaman felicidad.
Verónica S.S.
Grupo C
El rincón de la tinaja
En aquel requiebro del pasillo pintado de azulina, habitaban los monstruos. Allí no llegaba la luz de la bombilla del pasillo ni tampoco, en ningún momento del día, llegaba un resquicio de luz natural. Solo a veces, con la puerta bien abierta de la cocina, se proyectaban remotas sombras desde la lumbre.
Allí estaba depositada la tinaja de agua, patria de fantasmas, demonios y brujas y residencia de monstruos y princesas afligidas.
Cada vez que pasaba por ese rincón inquietante yo apretaba la marcha y procuraba no mirar aquel hueco oscuro que disparaba mi imaginación.
Solía venir a mi mente aquel cuento repetitivo y circular: “Érase una vez un rey que tenía tres hijas, las metió en botija y las tapó con pez”. Aquella retahíla la contábamos repetidamente: “¿Quieres que te lo cuente otra vez?”. Yo escuchaba esperando con curiosidad el final de aquella triste historia e Imaginaba a las tres princesas encerradas bajo la tapadera de corcho, sin saber por entonces que era una botija y que era la pez.
Aquella tinaja cuyo fondo nunca veíamos se llenaba todos los días con agua a base de herradas que acarreamos desde el pilar más cercano. Mi abuela la vaciaba de vez en cuando “para limpiar el fondo, por si hay algún gusarapo”. Y en mayo, antes de la la fiesta de la Cruz, cuando se pintaban con cal las paredes y se sacaban todos los enseres al corral, se solía mover la tinaja para remedar en la pared, los ronchones de las humedades y darle un baño de linaza al barro del que estaba fabricada. Yo aprovechaba para observar profundamente e intentar adivinar dónde estaban las princesas encerradas por el malvado rey.
Entonces, bajo la luz del sol, la tinaja parecía inocente e incluso vulgar y yo olvidaba hasta que pasaba el verano, los monstruos y las princesas fantasmas.
Aurora Martín
Grupo C

