El hombre del saco

Esta semana visitó el taller de escritura creativa de la Casa de las Conchas el tío Camuñas. Nos habían advertido que si no hacíamos bien las tareas, si no conjugábamos correctamente los pluscuamperfectos y si no contábamos bien las sílabas de un endecasílabo vendría y nos llevaría en su saco.
Afortunadamente no había saco y Camuñas sólo era un personaje de libro, de un álbum infantil escrito por Margarita del Mazo e ilustrado por Charlotte Pardi. Aquí tienes su historia.


El cuento de Camuñas ha sido convertido en espectáculo de teatro de títeres por la compañía salmantina Katua@Galea Teatro, con la que tengo el gusto de colaborar desde hace años. Yo mismo me he encargado de adaptar la historia, de crear nuevos personajes y de escribir las letras de las canciones que Chloé Bird ha compuesto y musicado. Ella es la intérprete de varias de ellas, otras las cantan los personajes de la historia, sobre todo Camuñas que no es ningún cantamañanas sino un excelente cantante. Más adelante os daremos cuenta de dicho espectáculo.
El personaje de Camuñas, y el estreno de la obra en el Teatro Liceo, han sido la excusa perfecta para tratar el tema de los asustaniños, personajes entre los que incluimos al hombre del saco, al sacamantecas y al coco.
Comenzamos la sesión con el cuento "El zurrón que cantaba" recogido por Luis Cortés Vázquez en Cuentos populares salmantinos. Lo escuchamos en la voz de Pep Bruno en el programa de Radio Nacional "Esto me sabe a pueblo". Te recomendamos los artículos "Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil" de Alberto del Campo Tejedor y Fernando C. Ruiz Morales y "Figuras del miedo en la infancia: el hombre del saco, el sacamantecas y otros "asustachicos" de Manuel Hijano del Río, Carmen Lasso de la Vega González y Fernando C. Ruiz Morales.
Tienes mucha información en esta recopilación de cocos o asustaniños; "Cocos o asustaniños del folclore ibérico"
Y si tienes interés sobre el mundo mágico y encantado de nuestra comunidad puedes descargarte
el libro "El mundo encantado de Castilla y León" de Jesús Callejo, ilustrado por Tomás Hijo. Así lo anuncia la contraportada: Los orígenes de la historia de los pueblos hay que buscarlos en sus leyendas, transmitidas de boca en boca y de generación en generación y en ocasiones aumentadas con dosis generosas de fantasía popular. En muchos pueblos saben que su castillo, su laguna, su fuente o su cueva guarda un secreto protegido por algún tabú, misterio o ser de otro mundo. Un ser que está deseando contar su historia si antes somos capaces de sonsacar esos secretos, si logramos entender que el mundo mágico no está tan distante del mundo real.
¿Estás preparado para digerir 30 píldoras, algunas explosivas, con la forma genuina de extraños personajes? ¿Estás dispuesto a entrar en el mundo encantado de Castilla y León y enfrentarte a sus desafíos?


Propuesta de escritura

¿Qué asustaniños fue protagonista de tu infancia? ¿Te asustaban con cuentos o leyendas? ¿Te dormían con nanas en las que te llevaba el coco? Escribe una historia que refleje estos miedos y las advertencias de portarnos bien, no dejar nada en el plato e irse a la cama a dormir al llegar la noche. Puede ser un poema (nana), un microrrelato, un breve cuento o un texto con carácter de leyenda.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora;


Detrás de mí
Este es el camuñas particular de miles de mujeres

El silencio era tan profundo que parecía tragarse la noche, aún así Laura escuchaba con nitidez los pasos y la respiración de la sombra que caminaba muchos metros detrás de ella.
Intentó calmarse, diciéndose a sí misma que era normal que alguien más transitara por las calles vacías pero su instinto le decía que algo no iba bien.
Cruzó la avenida y de reojo pudo ver que la sombra cruzaba también al otro lado.
Apretó el paso con el corazón latiéndole muy fuerte en la garganta. Sentía un hormigueo en la nuca que le hacía estar alerta.
Agarró las llaves con fuerza como había visto en uno de los miles de vídeos que corren por las redes dando consejos a las chicas que caminan solas por la calle por si en algún momento tenían que defenderse. Laura sabía en lo más profundo de su ser que el momento había llegado.
Ya no quedaba mucho para llegar a casa, sus pensamientos iban a toda velocidad:
Pensó si sería mejor atravesar el parque y tardar menos o callejear para intentar despirtarlo... Cualquier opción era una mala opción, intentó correr pero el temblor de sus piernas se lo impidió.
A medida que se acercaba al portal escuchaba a la sombra más cerca, demasiado cerca y estaba sola, demasiado sola, unos metros más y estaría a salvo.
Cuando fue capaz de meter la llave en la cerradura miró por encima del hombro y le vio, ahogó un grito y con un movimiento rápido entró y cerró la puerta con tanta fuerza que se hizo daño en las manos.
A través del cristal le vio allí, inmóvil, mirándola a los ojos, amenazante.
Con el corazón en un puño sacó el móvil y le hizo una foto, sería su prueba para la denuncia, pensó que sin foto nadie la creería.
Subió a toda velocidad las escaleras y una vez en casa sintió como si una muralla pudiera protegerla, solo allí, sintiéndose a salvo pudo respirar tranquila, solo allí fue capaz de desarmarse y deshacerse en lágrimas.

Aurora Zarco
Grupo B



El hombre del saco roto

Ese día un hombre deambulaba al anochecer por el pueblo buscando a Miguel un niño vagabundo por encargo de un médico para hacer experimentos .Después de recorrer varias calles le sorprendió adormilado en un granero recostado sobre un saco de trigo por lo que le costó muy poco meterlo en un saco viejo y desgastado con varios agujeros .Al verse sorprendido por ruidos del exterior lo escondió en un rincón y salió para asegurarse que no había peligro, regresando poco tiempo después a recogerlo .
En ese momento los ratones que vivían en el granero y habían compartido muchas noches con Miguel acudieron a su auxilio introduciéndose en el saco por los pequeños agujeros que ellos mismos habían realizado para sacar el trigo y poder alimentarse.
Cuando volvió el hombre, al levantar el saco comenzaron a salir cantidad de pequeños ratones con sus ojos brillantes y bigotes temblorosos, correteando por el suelo. El hombre, al ver a los ratones, pareció exasperado. Se agachó para intentar atraparlos, pero los ratones eran demasiado rápidos y escurridizos.
Mientras el hombre estaba distraído con los ratones, Miguel vio su oportunidad. Giró sobre sus talones y corrió tan rápido como sus piernas se lo permitieron. De regreso hacia el pueblo no miró atrás, pero podía escuchar los frustrados gritos del hombre y el correteo de los ratones.
Gracias a la intervención de los ratones, el cuento del hombre del saco posee otra versión.

Áfrika Gómez
Grupo A



Mis miedos

Me sumerjo en mi infancia, muevo mis emociones, navego por aquellos años y no consigo encontrar hombres del saco o del unto, cocos, tampoco aparecen tíos Camuñas ni demás sacamantecas. Quizás fuera porque era obediente y nunca hizo falta asustarme recurriendo a estos terribles personajes. O también porque mis padres me educaron en un ambiente más urbano, ambos procedían de Madrid, alejados del folklore rural y ajenos a los asustadores de niños.
Sigo rastreando como un sabueso, porque sí que puedo atisbar momentos en los que esa sensación desagradable del miedo se apoderaba de mí, me tensaba mis músculos, ante la percepción de algún peligro… eso es, de pequeño le tenía miedo, mucho miedo, a los perros y a los gatos. El origen de esta doble aversión se debía a dos episodios desagradables en los que me sentí literalmente atacado.
Ahora lo recuerdo, por los años 1970 debía ser, yo tenía unos seis años, cuando estábamos de vacaciones familiares en La Antilla, un sencillo pueblo de pescadores de la costa onubense que despertaba al desarrollismo del turismo de costa. El viaje fue de noche, en un Seat 850, con mis padres en los asientos delanteros, mi hermano mayor en la banqueta trasera, mi hermana pequeña -tendría 4 o 5 años, en la bandeja trasera y yo en el suelo, en un camastro improvisado. El primer día mi madre nos mandó a jugar abajo, en lo que terminaban de preparar las cosas para ir a la playa. Tened cuidado -nos avisó, que hay una perra en la entrada del apartamento que acaba de parir. Allí estaba, en su cajón de madera, una preciosa perra dálmata, con sus nueve cachorros. Era increíble, una camada tan grande; y, claro, mi curiosidad y ternura infantil hicieron que me acercara a tocar el suave pelo de las crías, lo que la perra entendió como una violación de su maternidad y defendió a su pequeñín ladrando, dándome un arañazo y mordiéndome en el brazo. Lloré tan fuerte, que mi madre bajó asustada a ver qué había pasado. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los perros; hoy soy capaz de tolerarlos, pero no me gustan.
Tampoco soy muy amigo de los gatos. La casa de mis padres, en el salmantino paseo de Canalejas, contaba con un sótano, donde se guardaban trastos viejos y se recogía la basura que los vecinos tirábamos por un hueco desde cada piso. Aquellos desperdicios propiciaban la aparición de roedores, por lo que el portero del edificio decidió tener allí una pareja de gatos, que con el tiempo fueron ampliando la familia. Nosotros guardábamos allí una flamante bicicleta de carreras, que nos habían traído por los Reyes. Y cada vez que bajábamos a buscarla o a dejarla, los inquietos gatos nos arañaban las piernas, con sus afiladas púas. Ahora pienso que no sé si se agarraban a las pantorrillas para expulsar al intruso o porque querían jugar con alguien que les hiciera caso. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los gatos; hoy soy capaz de tolerarlos, pero tampoco me gustan.

Jesús García Espinosa
Grupo B


Que viene el coco

— Me rindo — dijo Germán mientras entraba en la cocina.— Soy incapaz de que dejen las tablets y se acuesten sin montar una rabieta.
— Déjame a mí — intervino la abuela Tomasa, desvelando con su rostro que algo tramaba.
— Mamá por favor, sin gritos — contestó Susana.— Sabes lo que pensamos de la educación en valores, comunicación y diálogo.
— No te preocupes hija. Tan mal no lo he hecho contigo, ¿no? — sonrió guiñando un ojo.
La abuela entró en la habitación de sus nietos saludando.
— Hola abuela — corearon los tres nietos, Raúl y Roberto, gemelos de seis años y Ricardo de siete años y medio; lo hicieron sin levantar la mirada de las pantallas.
— ¿Sabéis quién es el coco? — preguntó.
— El coco es el yogur que a veces no da mamá, ¿no? — respondió Ricardo sin levantar la mirada.
— No cariño. El coco, al que también llaman robaniños, es un monstruo con uñas afiladas como cuchillos, y unos dientes en forma de sierra que se ven incluso cuando cierra su boca. Tiene ojos anaranjados que te hipnotizan cuando le miras fijamente. Está cubierto de pelo enmarañado y oscuro. Y a su espalda lleva un gran saco roído y sucio donde mete a sus víctimas.
— Abuela, ¿quiénes son sus víctimas? —preguntó Ricardo que como sus hermanos habían apartado la tablet y escuchaba atentamente la historia.
— Sus víctimas son niños, niños que desobedecen a sus padres, niños que no se comen la comida y protestan, pero sobre todo aquellos niños que llegada la hora de dormir no se meten en la cama. El coco se acerca por las noches, revisa todas las ventanas . Si los ve y no están acostados con los ojos cerrados. Se adentra en el hogar. Corta la luz. Se desplaza como un susurro a través de las paredes. Y… justo antes de atraparlos emite un gruñido. Un sonido ahogado que recuerda el croar de una rana. Se desliza en la habitación. Los hipnotiza mirándolos a los ojos. Los mete en el saco. Y luego los devora tranquilamente en su casa.
— ¿Dónde está su casa? — preguntó con voz temerosa Ricardo, mientras Raúl y Roberto se habían acercado uno al otro abrazándose sin dejar de mirar a su abuela.
— Recordáis la caseta que hay cerca del parque, que está vallada, y tiene un rayo de color amarillo muy grande. Ese es el aviso de que no se pueden acercar los niños porque el coco los metería en el saco para comérselos.
La abuela se levantó y les dio un beso a cada uno. — Hasta mañana — dijo cerrando la puerta.
Los niños se miraron entre ellos asimilando la historia que le había contado su abuela.
Un minuto después, un golpe seco sonó en el pasillo. Se apagó la luz. Algo rozaba la pared. Un momento de quietud. Y, de repente, un croar rompió el silencio.
Un chillido al unísono se oyó desde la habitación de los niños.
Susana, su madre, se acercó corriendo, abrió la puerta y vio como sus hijos estaban escondidos bajo las sábanas en el más absoluto silencio.
Cerró la puerta despacio.
Miró hacia el fondo del pasillo.
La abuela sonreía.

Max Ferlam
Grupo B


El Coco alérgico al polvo

Leo tenía su cuarto hecho un lío: libros en la cama, ropa y juguetes por el suelo.
Una noche, mientras intentaban dormir, escuchó un ¡Aaaachú! tan fuerte que hizo vibrar su cama. Primero pensó que estaba soñando, o que sería el ruidito de alguno de sus coches, pero el segundo ¡AaaaaAACHÚ!, observó que salía desde debajo de la cama.
Con una valentía desconocida, Leo se agachó, levantó el edredón y… ¡allí estaba! Una figura peluda, con ojos brillantes y nariz roja como un tomate.
¡Hola!. - Soy el Coco, el monstruo de la oscuridad y del fondo del armario... ¡AACHÚ!
Leo le miró sorprendido, y recordó que su abuela una tarde de lluvia torrencial en que no podían salir al parque, le había contado un cuento titulado: Que viene el coco. El Coco, contaba, era un monstruo fantasmal, se escondía en la oscuridad para llevarse a los niños desobedientes o que no quieren dormir.
Se lo había imaginado como un ser oscuro, peludo, desaliñado y con un aspecto monstruoso. Pero el que le observaba saliendo de debajo de la cama, sacudiéndose el polvo, no era muy grande.
Su cuerpo estaba cubierto de un pelaje grueso y suave de color morado, ¡su color favorito!, con lunares de color verdoso, con dos cuernos cortos en la parte superior de su cabeza, y una cresta de colores, que le hacía parecer gracioso, con brazos muy flacos y largos, piernas más cortas, y un gran culo, de donde le salía una larga cola que arrastraba. Le recordó a "Sulley", de la película Monstruos S.A.
Leo le preguntó -¿Porque viniste?
-Para asustar a los niños, aprovechando la obscuridad y la noche. Sentí que estabas preocupado. El miedo crece en la oscuridad si nadie lo escucha. Y yo cuido que esos miedos no se vuelvan gigantes.
Leo tragó saliva. - Yo… yo tengo miedo de no poder dormir porque a veces, sueño cosas malas.
El Coco extendió su mano y salieron pequeñas chispitas de luz y colores que flotaron, y se instalaron en paredes y techo.
-Los miedos no desaparecen porque sí – dijo el Coco-. Pero si los compartes, se hacen más pequeños. Pero con este desorden en la habitación no puedo ni entrar. En el armario no tengo sitio, resbalé dos veces en un calcetín sucio de dinosaurios, y casi me rompo una de mis enormes garras. Además tengo alergia al polvo, y debajo de tu cama, se han formado tantos ovillos que parecen arizónicas del desierto.
Leo, que ya no tenía miedo, se rió a carcajadas…
-Si te apetece, puedes ayudarme a recogerlo todo y después puedo compartir contigo la leche y galletas de chocolate que no me tomé…- dijo Leo
Así lo hicieron, y como era la hora de dormir, el Coco se preparó para despedirse.
Cuando tengas miedo, mira al techo y paredes y piensa en mis colores, -le dijo el Coco. Le dio un abrazo a Leo que sonreía aliviado, y se desvaneció tras una nube de polvo brillante… y un último estornudo.
Leo se metió en su cama y recordó las palabras de el Coco: Recuerda la noche no siempre es peligrosa. A veces solo necesita que alguien la comprenda.
Y se durmió.

E.R.A
Grupo B.


El hombre del saco y la pérdida.

El cuento del hombre del saco, se ha trasmitido de generación en generación. Rondaba las calles al caer la noche, cargando con un saco grande. Si los niños desobedecían a sus padres o se apartaba demasiado de casa, los atraparía y lo metería en su saco, llevándoselos lejos, a un lugar donde nadie podría encontrarlos nunca más.
Las abuelas al amor de la lumbre advertían: "El Hombre del Saco solo se lleva a los niños que desobedecen, que se pierden, que se van con desconocidos, o se alejan de su hogar y olvidan el amor y la protección de sus padres."
No es solo una leyenda, es una advertencia. Representa un temor profundo que aparece cuando menos lo esperamos. No tiene rostro, no habla, pero su presencia pesa. Su misión es arrebatar algo valioso: suele ser un niño, la inocencia o la seguridad.
De manera similar, la pérdida de alguien querido también llega como una sombra silenciosa. No avisa, no negocia y, cuando se presenta, deja un vacío tan grande como ese saco oscuro que el personaje mítico arrastra. En ambos casos, el mundo se vuelve desconocido y hostil.
El Hombre del Saco se lleva algo: un niño, una tranquilidad, un fragmento de la vida cotidiana. La pérdida de un ser querido también se lleva algo irrecuperable: una voz, una presencia, una rutina que ya no vuelve. No importa cuánto uno grite o corra; aquello que se llevó no regresa igual.
Se manifiestan como una sombra persistente. Incluso después de desaparecer, ambos dejan un eco, un miedo, un recordatorio de que no siempre estamos a salvo. La pérdida deja tristeza, una sombra que nos sigue aunque tratemos de avanzar. Nos dicen que hay ausencias que permanecen más tiempo que las presencias.
Supone una lección oculta. El cuento no solo asusta; también enseña. La pérdida, por dura que sea, también enseña algo: A valorar lo que tenemos. A apreciar el tiempo. A crecer a través del dolor. Tanto el mito como la realidad comparten un propósito: obligarnos a mirar aquello que damos por sentado.
Y ofrece una transformación. Tras un cuento del Hombre del Saco, el niño nunca será el mismo. Tras una pérdida real, la persona tampoco vuelve a ser igual. Ambas experiencias nos marcan, moldean y cambian la forma de ver el mundo y lo que nos rodea.
El cuento pertenece al mundo de las leyendas; la pérdida a la vida misma. Pero ambos nos recuerdan que el amor y la seguridad son frágiles, y que, aunque el miedo o la tristeza puedan atraparnos, siempre existe alguien en quién apoyarnos y un camino para seguir adelante.

E.R.A
Grupo B


Padre e hijo

—¡Papá, papá, yo no quero sopa! —dijo el hijo, con esa voz, entre suplicante y exigente, que suelen sacar a flote los pequeños cuando quieren negarse a algo que no les gusta.
Era el hijo único de un honrado trabajador, que con grandes esfuerzos conseguía sacar adelante a su familia. Aquella noche, el padre había previsto salir a buscar aprovisionamiento, que necesitaba para hacer los preparados que vendía en la tiendezuca que regentaba. Por ello, tenía algo de prisa y quería conseguir que el niño terminara pronto de cenar.
—Tienes que tomártela y así entrarás en calor. Después hay un huevo duro con tomate y unas natillas, que tanto te gustan —respondió el padre con tono cariñoso.
El pequeño refunfuñó un poco y tomó media cucharada, pero inmediatamente escupió lo poco que había introducido en la boca.
—Puaajjjjj, ¡Qué ajscoo! —exclamó el pequeño, con la media lengua que empleaba cuando estaba de malas.— ¡No quero sopa!
—Anda hijo, haz un esfuerzo, que seguro que al final te acaba gustando, que es muy rica y nutritiva.
—¡No, no, no y no! —repitió el pequeño, entre enfadado y lloroso.
El padre, conmovido por la actitud de su hijo, decidió cambiar de estrategia y en lugar de seguir por la senda del convencimiento, recurrió a la promesa de recompensas que sabía que le gustaban al niño y que otras veces le habían dado excelentes resultados.
—Si te tomas la sopa, el domingo te llevo a la feria —prometió zalameramente— y además te compro un juguete de madera.
Pero la estrategia no pareció tener resultado positivo.
—¡No me guzta la sopa! ¡y tapoco los juguetes de madera! —mintió el crío, tozudo en su negativa, sintiendo que iba a conseguir salirse con la suya.
—Pues también había pensado que podías montar en los poneis que traen los feriantes. —propuso el padre, haciendo un último esfuerzo por convencer al chico.
—¡Sniff… no, no, que noooo!
A punto de perder la paciencia, aunque era un hombre templado, trató por última vez de persuadir al muchacho. Para no trastornarle, empleó un tono de voz suave, que no delatara el enfado que iba acumulando, y sin dejar de dedicarle palabras cariñosas, se dirigió a él por última vez.
—Hijo querido, yo me tengo que ir y tu tienes que cenar. Si no tomas la sopa, dejamos todo para que desayunes mañana. Pero recuerda lo que dice todo el mundo.
—¿Qué dice? —inquirió el zagal.
—Que si te vas a la cama sin cenar, no te duermes y si duermes poco, viene el hombre del saco que se lleva a los niños que duermen poco.
—Me da igual. Yo no teno medo al hombre de saco.
Así pues, el hombre preparó el material para una noche de trabajo, puso el pijama al niño, le acompañó mientras hacía pis y se lavaba los dientes, lo llevó en brazos a la cama y lo acostó con cuidado. Apagó la luz y cuando se disponía a salir de la habitación, oyó al chico que preguntaba:
—Papá, ¿es verdad que hombe de saco lleva niños?
—Ja, ja, ja… claro que no. ¡Son historias que se inventan para asustar a los niños como tú y que hagan caso a los padres a la hora de comer y a la de acostarse! Ni el hombre del saco, ni todos esos asustaniños existen.
Dando un beso a su hijo, el hombre se despidió de él, dejándolo tranquilizado. Salió a trabajar con una sonrisa en los labios.
Cuando a la mañana siguiente regresó a casa, cargado con el botín conseguido durante la noche, el hijo del Sacamantecas había desaparecido.

Manuel Medarde
Grupo A


El bosque y la noche.

La noche es fría, el cielo está despejado, entre algunas nubes grises, se esconde la luna llena, e invita a adentrarse en el bosque.
Caen los primeros copos de nieve y las copas de los árboles se visten de blanco.
De pronto se oyen aullidos que no parecen ser de ningún perro.
La silueta de un lobo se divisa entre la nieve, el miedo se apodera de mi; siento un escalofrío que recorre como un relámpago mi espalda.
Vuelvo a mi miedo de niño, cuando me decían que era muy peligroso ir solo al bosque cuando caía la tarde y me podía sorprender la noche.
Más de una vez haciendo oídos sordos, en compañía de mis amigos, nos perdíamos entre las sombras buscando a aquella bruja, de la que nos hablaban nuestras abuelas y que creíamos descubrir en las ramas de los árboles.

P.G.
Grupo C


Los tiempos cambian, los miedos no

— ¿Nombre? —preguntó Marisa sin levantar la mirada del teclado.
Llevaba catorce años tecleando en aquella oficina del Servicio Público de Empleo. Un trabajo monótono, rutinario. Se limitaba a pedir datos, registrar nombres y dar consejos básicos sobre búsqueda de empleo.
— ¿Nombre y apellidos? —repitió mientras levantaba la cabeza y miraba al individuo que acababa de sentarse frente a su mesa.
Era un hombre desaliñado, de pelo largo y enmarañado, con las facciones curtidas por el frío y vestía un jersey de lana verde, viejo y deshilachado. La miraba impasible.
— Su nombre completo, por favor.
— Camuñas, tío Camuñas —dijo el hombre.
— ¿Apellido?
— Del Saco —contestó tío Camuñas.
Marisa miró hacia los lados, escrutando a sus compañeros, por si aquello era una broma.
— ¿Dirección?
— No tengo vivienda fija, aquí y allá. Unas veces en un sobrao, otras en una cuadra — respondió tío Camuñas.
Marisa lo observó unos segundos.
— ¿Cuál es el motivo de su visita?
— Verá, ya no hay trabajo de lo mío y necesito vivir como todo el mundo. Y busco otro empleo.
— ¿De qué trabajaba?
— Soy asustador profesional. Me llaman de muchas formas: el tío del saco, el coco, el sacamantecas. Antes me contrataban las madres y las abuelas, para meter miedo a los pequeños y que obedecieran. Por las noches, hacía mi ronda, asustaba, me daban comida y un sitio donde caerme. Pero ahora, todo son pantallas. Nadie me llama.
Marisa había vivido de todo en catorce años, pero estaba segura de que ese día no se le olvidaría.
Se quedó pensativa y un minuto después le dijo:
— Está bien tío Camuñas. Un momentito que voy a hacer una consulta.
Se levantó y se dirigió hacia un despacho en el fondo donde un cartel indicaba “Dirección”.
Al cabo de cinco minutos volvió con una gran sonrisa. Se sentó en su silla y comenzó a teclear entusiasmada.
— Tío Camuñas. Tenemos un trabajo para usted. Tendrá que cambiar de indumentaria. Pero seguirá asustando.
El tío Camuñas abrió los ojos sorprendido.
— ¿Y cómo es eso?
— Trabajará para Hacienda. Recaudador de impuestos. Y tendrá que meter mucho miedo.
Los tiempos cambian, el miedo no.

Max Ferlam
Grupo B


Blancanieves

Era viernes, el día que pasaba Blancanieves, el carbonero, por nuestro barrio. Me precipité a la ventana, sentía una atracción irresistible por aquel hombre encorvado, de cejas como alas de un cuervo abriéndose al vuelo. El miedo no frenaba mi curiosidad. Rosarito me había contado que Blancanieves escondía un saco manchado de sangre debajo del carbón de su carretilla, y que en el saco llevaba una “máquina chupasangre”, y vete a saber qué más. Rosarito sabía todo lo que ocurría en el barrio Lacoma, como lo de la señora Bene, que había desaparecido una noche, justo después de que el sereno abriese el portal 135 de su casa. ¿Qué había pasado en ese portal? Era un misterio al que dábamos muchas vueltas en la trastienda de la librería del padre de Rosarito, cuando salíamos del colegio. Precisamente el día anterior, jueves, habíamos intentado dibujar el chupasangre porque Elena, en el recreo, nos contó que su prima le había dicho que tenía un tubo largo terminado en una aguja que clavaba en la tripa de los niños. Y lo sabía porque su madre era enfermera en el hospital al que Blancanieves vendía la sangre de contrabando. Allí llegaban los cadáveres de los niños hechos un higo paso y los metían por la puerta de atrás.
Desde mi ventana vi a Blancanieves cruzar la carretera y dirigirse detrás de mi casa, hacia la fábrica de baldosines, donde los montones de arena en los que yo jugaba. Tenía que ver qué iba a hacer allí; era mi territorio. Bajé corriendo y me escondí en la cancela de la casa abandonada al principio de la explanada. Blancanieves hurgó en el carbón y cogió el saco donde guardaba el chupasangre. Luego torció su negruzca cabezota hacia la casa y dos luces rojas, bajo sus cejas de alas de cuervo, se dirigieron hacia mí. Ya no había remedio, me había localizado, me sacaría toda la sangre y dejaría mi cuerpo seco en la puerta de atrás del hospital. Pero ¿cómo sabía que yo estaba allí? No me había visto; hasta ese momento no había levantado la cabeza de la carretilla que empujaba. Lentamente, como el cura cuando abría el sagrario en la misa, se acercaba a mi escondite. Pensé que, cuando llegase hasta mí, ya no iba a encontrar su preciado tesoro si mi corazón estallaba. Parecía un tambor en mi garganta que no me dejaba respirar.
Yo me había pegado como una salamandra a la pared cuando, de pronto, giró la carretilla hacia la derecha de la casa y se dirigió al huerto del señor Lucas. abrió la portezuela, desenrolló el alambre del hierro de su máquina y pinchó al pobre conejo que había en una trampa. Ya dejaría para siempre de robar las zanahorias al señor Lucas. Luego metió el conejo en un saco y preparó la trampa para la próxima víctima. Aproveché ese momento para escapar y corrí hasta mi casa.
Nadie me iba a creer lo del conejo, así que al día siguiente le conté a Rosarito y a Elena que había un niño pequeño jugando solo en el huerto del Señor Lucas y que Blancanieves lo había metido en el saco. Yo también tenía ya una historia que contar. Lo malo es que, por la noche, en las sombras que hacía la ropa colgada en la pared de mi habitación, veía a Blancanieves. Y me decía: “Chupo la sangre a los niños ¿verdad? Pues ahora te la chuparé a ti, por mentirosa”. Yo metía la cabeza debajo de la manta y repetía hasta quedarme dormida: “Era un conejo, era un conejo”.

Araceli Broncano Rodríguez
Grupo C


La Papurra

Era una mujer grande, superaba con creces la altura de cualquier otra señora del pueblo. Sus brazos eran largos; sus manos, inmensas; sus pies, gigantescos. Tenía unos ojos tan negros que destacaban sobre la oscuridad de su piel. Caminaba torpemente, parecía que cada paso le costaba la vida, pero siempre andaba de acá para allá. A veces iba con sacos, con cubos o cántaros que cargaba con mucha dificultad a las caderas o a la espalda. Se llamaba Teodora, pero la llamaban la Papurra, que era el mote de la familia.
Vivía justo en la esquina de nuestra calle, por eso el abuelo la veía pasar todos los días de arriba para abajo. Eso decía él, aunque, en realidad, no la veía porque era ciego, pero sabía cuándo ella se movía a su alrededor. Aseguraba que era por el olor. Decía que olía a mala. Que por eso la distinguía.
Mis hermanos y yo la veíamos muy a menudo porque estábamos siempre en la calle jugando con toda la muchachería, enredando entre nosotros, metiéndonos en líos y, en definitiva, disfrutando de nuestra infancia, aunque, en aquellos momentos no lo supiéramos. Ella pasaba muchas veces por nuestro lado y yo me apartaba. Me daba miedo, su porte me intimidaba y el movimiento de sus manazas me hacía retroceder. Temía cuando ella se acercaba a nuestra puerta sobre todo porque mi abuelo torcía la nariz y se santiguaba.
La curiosidad y sobre todo el temor me llevaron a la cocina, donde estaban mi madre y mi abuela. Pregunté quién era esa enorme señora de mirada atroz. Mamá salió al quite enseguida y me contó que se trataba de una mujer pobre con una prole numerosa: tenía siete hijos y un nieto a los que alimentar. Su marido era un desventurado pastor de ovejas, que no ganaba lo suficiente para el sustento de la familia y que, además, se había dado al vino. No obstante, la señora Teodora, que es como la llamaba ella, nunca había renegado del hombre, bien al contrario, procuraba atenderle en todo lo que fuera posible. “Y cada vez que venía de las ovejas, le hacía otro hijo” —dijo mamá entre dientes, para que lo escuchara solo la abuela, a la que se le escapó una sonrisa de medio lado. Pero yo también lo oí.
El abuelo, que tenía un oído muy fino, fruto, seguramente de su ceguera, dijo alto y claro: “Es una puta. Todo el pueblo lo sabe y, sobre todo los hombres que han pagado su cama”.
Mamá levantó la voz para salir en defensa de nuestra vecina y reprender a su suegro. “Abuelo —dijo— no hay que ofender. Teodora es una buena mujer a la que no le ha tocado otra que ganarse la vida de mala manera”. Y acabó: “A saber a qué llegaríamos nosotros por proteger a nuestros hijos”. Se volvió hacia mí y me dijo: “no debes temerla, no te hará ningún daño, al contrario, si te acercas a ella, te tratará con cariño”.
Yo no entendí muy bien de qué iba la conversación entre el abuelo y mi madre, pero di por buena la explicación. Bastaba con que mamá dijera que era una buena persona para que se me quitara la aprensión hacia la Papurra y empezara a mirarla con otros ojos.

Maxi Moreno
Grupo B


Se veía venir

D. Trump, desde muy pequeño, era distinto al resto de los niños. En la guardería cuando las niñas se reían del color de su pelo, las pegaba y les quitaba las golosinas. De chaval, como era el dueño del balón y del campo, solo jugaban sus amigos, al resto les cobraba para jugar o les insultaba por no tener dinero. La mansión donde vivía era muy grande, y no le gustaba dormir solo, por lo que cada día solicitaba le acompañará una criada distinta. Sus padres para que se fuera a la cama pronto a descansar, trataron al principio de meterle miedo, con el hombre del saco, el sacamantecas o el coco. Pero el pequeño Donald cuando su madre le decía “Donald, vete a la cama, que si no llamo al coco”, él siempre contestaba lo mismo. “ Yo, al coco le doy por culo”.

Luis Iglesias
Grupo B


Poldo

Se llamaba Poldo. El hombre del saco que vagaba por las calles de mi pueblo se llamaba Poldo. Bastaba que alguien anunciara que lo había visto llegando a la ermita, para que todos los niños huyéramos y la plaza se quedara vacía.
Mi hermano y yo teníamos suerte, pues vivíamos allí mismo, al lado de las escuelas.
—¡Mama, que viene Poldo! —entrábamos gritando
Corríamos hacia nuestro cuarto y nos atrincherábamos como para resistir un asedio. Muchas veces el monstruo golpeaba la puerta y entonces nos estremecíamos de terror y lamentábamos que nuestra habitación no tuviera cerrojos. Luego la curiosidad vencía al miedo y, al poco, nos apostábamos junto a la ventana y entreabríamos las contraventanas para espiar al mendigo. Era un tipo viejo, eso nos parecía a los niños, de espalda encorvada y andar titubeante. Vestía ropa de pana oscura, remendada y sucia, y llevaba calado un sombrero de fieltro negro cuyas alas caían hasta juntarse con una barba tupida y canosa. Algunos aseguraban que no tenía cara.
—Una caridad —le pedía a mi madre.
Nos maravillaba la valentía de ella, que lejos de mostrarse temerosa, le hablaba con un tono respetuoso y solícito. Como si su venida fuera un rito incómodo, pero que no podía soslayarse.
Ella —luego nos lo contaba— le entregaba unas monedas, unos mendrugos de pan y algún tasajo de carne. Y si era el tiempo, un par de manzanas o un racimo de uvas. Lo veíamos guardar todo en el mugriento saco de arpillera que portaba al hombro.
Mis padres nunca necesitaron asustarnos con el hombre del saco, nosotros lo conocíamos y era suficiente con mencionar su nombre para que las rodillas se nos echaran a temblar.
Yo le temía más aún que mi hermano, pues en una ocasión, me encontré solo frente a él. Habían golpeado la puerta y yo, que pasaba cerca, la abrí sin pensar. Verlo en el umbral me dejó paralizado. Era un viejo menudo en el que todo era oscuro menos las dos brasas que tenía por ojos. Me alcanzó su peste a sudor y humo. Antes de que pudiera reaccionar él extendió una mano de uñas renegridas y suplicó:
—Una limosna, zagal.
Di un portazo y corrí hacia la cocina donde se hallaba mi madre. Me abrazó y, con mucha ternura, me animó a demostrar coraje y a acompañarla. Me negué y me acurruqué en una silla mientras ella iba a socorrer al mendigo.
Pasó el tiempo y la inocencia infantil. Supe que aquel pobre hombre no era más que un enfermo sin recursos que sobrevivía de la mendicidad. Y olvidé su nombre y su amenaza.
Pero hoy lo he recordado de golpe y también el pavor que me causaba el simple hecho de nombrarlo. Porque hoy, más de sesenta años después, he sentido el mismo miedo. Cuando desperté de mi desvanecimiento había un alboroto de enfermeras y doctores afanándose sobre mi cuerpo. Me aturdieron las voces y el ajetreo. Por eso tardé en descubrir, tras ellos, la cara de Poldo, su sombrero, la barba, sus ojos. Estaba allí, yo lo veía, pero los demás parecían ignorarlo. Me llegó, incluso, su olor rancio. Entonces noté que su mano de uñas negras tiraba con fuerza de mi tobillo. Las piernas me temblaron como cuando era un niño.
Hoy no ha conseguido arrojarme dentro del saco. Quizás la próxima vez.

Pepe Lorenzo
Grupo B


El hombre del saco

Al caer la noche
por callejuelas y caminos
camina, sigiloso,
el hombre del saco.

La luna alumbra sus pasos,
enormes y largos.
Su sombra asusta al viento
y hace esconder a los pájaros.

Un sombrero de fieltro negro
esconde su imaginada cara
y una raída capa verde
cubre su espalda encorvada.

Cansado y viejo se retira
el tan temido hombre del saco.
Los padres no le necesitan.
Los tiempos han cambiado.

En su saco lleva ahora
los “te quiero”, no dichos
y los besos, no dados
de los niños de antaño.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Duérmete niño, duérmete ya

Se abre la puerta
y entran los escalofríos.
Su aliento alcoholizado es una premonición;
el tambaleo de su cuerpo
provoca terremotos en mi interior.

Por el pasillo se arrastra
entre botellas y ropa sucia,
con gemidos de dolor,
rompiendo juguetes a su paso.

Su boca es un lagar de sangre y dientes,
y sus ojos son dos golondrinas
aplastadas contra el suelo.

—se aproxima—

Con la carne de sus dedos
araña las paredes;
avanza gritando auxilio
y mascullando amenazas.

—se desploma—

Y comienza a llorar
como una alimaña herida.
Buenas noches, papá —susurro—.
Duérmete niño, duérmete ya.

Mencey Guerra
Grupo A


Sombras del pasado

--Madre, una sombra pequeñita me persigue.
--Verás, mi niñito, como esa sombra se hará grande y algún día será humo.
Puerta entreabierta, discusiones de adultos, madre enfurecida, padre que golpea, un vaso estalla por los aires, el agua se desliza entre el silencio.
Miedo atroz, que convierte en gusanos de pánico, las mariposas del estómago sediento.
Duele cada rendija de vida. Pequeño aliento.
--Madre, la sombra se hizo grande y se hizo hielo.
--No, mi niño, la sombra cuando se haga hombre, será cielo.
Escalofríos de noches de escarcha, centellea el rocío.
--Duele el alma, madre.
--Tranquilo mi hijo. La sombra, tu sombra, ya no serán tus miedos. Sólo tus sueños.
7:00 Comienza un nuevo día. Despierto.

GuADAlupe
Grupo C


Contar el miedo

Acababan de instalarse en la casa nueva. Con sus tres plantas, su garaje subterráneo, su bodega y un bajo cubierta que acondicionarían como estudio. En una urbanización a las afueras, con piscina, jardines, eso que ahora se llaman zonas verdes, y bien comunicada. Rodeada de tierras. Vamos, lo que es un falso campo. Porque ese era su sueño y era lo mejor para todos. Y en ese todos estaba incluido él: Tu padre. Verás qué bien estará tu padre en el chalet. Con mucha luz, zonas verdes y campos alrededor. Además, su habitación en el piso de abajo para no tener que subir y bajar escaleras.
Él, tu padre, se instaló en su nueva habitación. Amplia, con una gran ventana que daba al parque, un baño próximo y la puerta de bajada al garaje al lado. La primera noche en la nueva casa él se levantó y, adormilado, abrió la puerta, y pulsó el interruptor de la luz. Comenzó a bajar las escaleras, peldaños de terrazo frío. Notó que sus pisadas eran otras. Escuchó claramente el crujir infantil de los escalones de madera que bajaban a la cuadra desde la mediocasa. Oyó el ruido que hacía la trampilla de madera al abrirse y sintió en sus manos el frío metálico de la argolla que utilizaban como asa. Y allí el hueco oscuro, negro, enigmático, que le reprodujo aquella desazón que ya tenía olvidada. Había que bajar a tientas varios peldaños. ¿Cuántos? La de veces que los contó para no recordarlo nunca. Sí recordó la luz mortecina de la cuadra. Una única bombilla en la que el polvo se quedó a vivir, aquella luz que no mitigaba la oscuridad, ni atenuaba sus miedos. Adobes y tabiques a media altura para sujetar los pesebres de troncos huecos. Quedaban sólo unas gallinas y algunos conejos. Percibió el olor cotidiano, un vaho tibio que subía desde el suelo: excrementos, paja y estiércol. Ese olor casi protector. Y el frío, cuando en invierno cruzaba aquel espacio mesetario para aliviarse entre la noche. En ocasiones el frío le pudo y había mojado la cama por no bajar a la cuadra. ¿O no fue por el frío? Y acabar, acabar rápido, porque allí abajo, en lo más oscuro de la cuadra, se reunían, él los oía a veces, el hombre del saco, el sacamantecas, el lobo, el tío camuñas. Un grupo de conocidos que sus padres le mentaban con frecuencia. Ellos están en comisaría hablando con un policía. Le cuentan que él ha desaparecido, que últimamente estaba raro, ausente, como asustado. Que pasaba el tiempo mirando por la ventana y apenas salía. Ya sabe que los mayores tienen sus manías, son como niños.
¿Cómo le explicaban al policía lo que había pasado? No les creería. Pensaría que estaban locos.
El joven policía los miró serio, circunspecto, profesional. Ninguna duda, dijo. !Se lo ha llevado el hombre del saco!

Nicolás Casillas
Grupo A


Nanas

En laberintos escondidos de mi memoria resuena esta nana no dedicada:
“Duérmete niña,
duérmete ya,
que si no viene el coco
y te comerá.”

No escucho voz, sólo siento la amenaza de lo intangible que me obliga a fingir la quietud del abrazo de Morfeo.
30 años después, susurraba una nana muy diferente y en poco tiempo se convirtió en una melodía diaria cantada a 2 voces:
“Te acuesta mamá,
te acuesta mamá,
con tus sábanas y tus mantitas.
Te acuesta mamá,
para descansar
y para mañana
poder jugar”

Y me he dado cuenta de que asustar niños no es lo mío…

Ana Calvo
Grupo C


No maltrates a tus muñecas…

-No trates así a tus muñecas , no les cortes el cabello, no les pintes la cara. Cuídalas. Que estén siempre limpias y bien peinadas, con sus vestidos bien puestos, con sus zapatos, sus medias, todo.
Me lo dijo tantas veces María. Pero yo, yo no hacía caso.
-Sabes lo que pasa cuando una muñeca es maltratada ¿no?...
A mí me gustaba cortarles el pelo, ensayar nuevos maquillajes en sus pequeñas caritas y vestirlas y desvestirlas una y otra vez, luego, sus ropas se me perdían entre tantas cosas, entre tantos otros juguetes y al final, las pobrecitas quedaban con nada puesto, con los cabellos cortos, las caras manchadas y arrojadas por cualquier parte.
-A las muñecas no les gusta que las traten mal. No les gusta estar en cueros, ni pelonas. Tampoco les gusta que les pintarrajen las caras. Se enojan si les haces eso ¿te he contado lo que pasa en la noche con las muñecas enojadas? ¿te he contado lo que hacen?
María Regalado, una mujer gruesa, morena de unos cuarenta y tantos años que servía en mi casa y que muchas veces se encargaba de llevarme a la cama a dormir.
María Regalado, cómo la recuerdo. Gustaba mucho de contarme historias extrañas, historias de muertos, de aparecidos, de brujas.
-Por la noche, las muñecas enojadas porque las maltratan, ladran como perros, se ponen en pie y caminan por todos lados, pero no caminan así nomás, como tú o como yo, no, se sacan las piernas y vuelan, como las brujas.
Sus ojos oscuros tenían un brillo extraño cuando contaba esas terroríficas historias, antes de irse y apagar la luz, dejándome muerta de miedo al cerrar la puerta de la habitación.
-En esas ramas del árbol que tocan tu ventana, allí se sientan a mirarte mientras duermes. Un día, un día va a pasar que van a estar tan enojadas por lo que les haces, que se van a juntar todas en la noche y te van a dejar igual que ellas; Pelona, encuerada y tirada por allí, sin piernas. Sigue, sigue niña tratándolas así y, vas a ver lo que te pasa…
Dejé que jugar con muñecas. Ya no quería más tener miedo de que se levantaran por la noche e hicieran todo lo que María decía. Las guardé en sus estantes, en sus cajas, traté de reponerles sus vestidos y lavarles las caras. Sus cabellos no podían crecer, pero, al menos, sus piernas seguían en su lugar.
María se fue de casa un día, regresó a su pueblo y nunca más volvimos a verla, pero sus historias de terror se quedaron para siempre en mi memoria. Desde entonces cuido mucho a mis muñecas, procuro que estén vestidas, peinadas y con la cara limpia…De todas formas, en la noche las espío, a ver si no se ponen a ladrar como perros o se quitan las piernas y salen volando.
Ah, y desde entonces, también evito las habitaciones con árboles cuyas ramas toquen las ventanas…No vaya a ser.

Esperanza García
Grupo A


Monstruos para que os quiero

El niño, mi niño, me miraba con una mezcla de insumisión, soberbia y sabia determinación. Estaba decidido en ese preciso instante a desobedecerme, no había otro tiempo verbal para él. El recibidor de la casa era el territorio de la batalla,un lustro de vida, su experiencia. Seis lustros los míos.
¬¬ Así que ¿te quieres ir?. ¿A dónde?..
¬¬ Sí. Me voy. No quiero cenar. Me quiero ir.
¬¬ Es de noche, muy de noche. Está muy oscuro en la calle. Vete a saber quien anda por ahí.
¬¬ Me voy. Estoy harto¬¬ Dijo abrazándose a sí mismo.
¬¬ Hace mucho frío en la calle. Hay perros vagabundos y hambrientos ¿dónde vas a dormir?¬¬ yo, francamente preocupada por la tozudez de mi hijo. Invocando a Jung y a todos los pedagogos que en el mundo han sido.
¬¬Me voy¬¬ Lo dijo ya agarrado al picaporte de la puerta como si fuera una liana dúctil.
¬¬Está bien, dije y pensé plan B, apoya su decisión.
¬¬ Pero, llevate algo de abrigo para pasar la noche
Me miró sorprendido sin soltar el picaporte.
¬¬Espera, te hago un hatillo¬¬. Y metí en un pañuelón que colgaba de una silla: una mantita del sofá ,un gorro y creo que un pijama y un trozo de pan. El esperaba de brazos caídos. En ese momento me dio pena, no quería ser la mala de la película en su guión particular pero, una había leído sobre la “la buena educación” y estaba dispuesta a llevar a termino aquella absurda situación.
Le ayudé a colocarse el hatillo, abrí la puerta de casa de par en par y le empujé al descansillo. No dí la luz. Cerré tras él y observé por la mirilla. No se rendía, el muy cabezota. Pasé a ponerme unos zapatos y una chaqueta, corriendo corriendo. ¿Por qué no tenía miedo? ¿Por qué?. Yo estaba asustadísima. Y, si se iba a la calle. Me asomé a la mirilla. Se había sentado en el primer escalón que descendía. No abandonaba el rellano, menos mal. Esperé.... Seguí esperando. Pasó mucho tiempo hasta que me decidí a abrir la puerta. Di la luz de la escalera.
¬¬Miguel, hijo. Ven¬¬ Casi susurré.
El negó con la cabeza y los hombros. Me acerqué muy despacio, me senté a su lado y lo abracé. Estaba llorando. Lo seguí abrazando. Le ayudé a levantarse y con mucho cuidado lo guié hacia la luz de nuestra casa. Cerré la puerta en silencio. Después le ofrecí un colacao con galletas y un cuento del delfín Sinfín y el tiburón Sinfón.
El durmió como un lirón y olvidó, yo no.

Araceli Sebastián
Grupo C


El coco vendrá

-Duérmete mi niño, duérmete ya, que si no vendrá el coco y te comerá.
-No mamá, no lo hará. Por el contrario, mi amigo será.
-Ven hijo, acércate. Mira el cielo, hoy la luna está muy redondita. ¿Recuerdas cómo te dije que se llamaba la luna cuando estaba así?
-Luna llena, mamá. Brilla mucho, por eso no me da miedo la oscuridad. Ella ilumina mi habitación.
-Cuando la luna está así de llena, las brujas, el hombre del saco y el coco salen en busca de los niños que no quieren dormir. Entran en su habitación, los sacan de sus camas y se los llevan para nunca más regresar.
-Si vienen les daré un vaso de leche con galletas. Les enseñaré mis juguetes y jugaremos toda la noche hasta que caigan rendidos de sueño. Cuando se haga de día ya no podrán hacerme daño y volverán con sus mamás, y una nueva historia les contarán. Si aún así deciden llevarme, correré y en tu regazo me refugiaré para que no puedan encontrarme.
-Algún día entenderás que esos monstruos nunca se irán. Acechándote siempre estarán. Tendrás que ser muy valiente para defenderte de esa escoria. Pero, hasta que lo puedas entender, yo velaré tus sueños y despierta los esperaré. Ahora duérmete y no temas, que mamá te protejerá.
Pasados los años comprendí lo que mi madre quería decirme. Me estaba avisando de los peligros reales de la vida, de aquellos monstruos a los que realmente debía temer, de los que debía cuidarme, de los que son de carne y hueso y no de los que vivían en mi mente.
Descubrí que efectivamente hay brujas y brujos que con sus discursos nos hechizan, nos nublan el entendimiento y nos convierten en títeres en sus manos.
Que hay hombres del saco capaces de minar la tranquilidad y la felicidad de familias enteras, sesgando la vida de inocentes sin siquiera temblarles el pulso.
Que el coco espera pacientemente un descuido para entrar en tu mente, en tu cuerpo y poner patas arriba tu existencia.
Todos estos monstruos caminan a diario a tu lado, con diferente aspecto. Los puedes encontrar en el autobús, comprando en una tienda o, simplemente, dentro de tu propia casa porque, un día, sin saber quienes eran, los dejaste entrar.
La valentía de la que hablaba mi madre no es otra que la gran tarea de convivir con ellos. Seguir y enfrentarlos es la mejor manera de derribarlos. Porque no hay nada peor para tu enemigo que verte de pie, luchando y buscando eso que llaman felicidad.

Verónica S.S.
Grupo C


El rincón de la tinaja

En aquel requiebro del pasillo pintado de azulina, habitaban los monstruos. Allí no llegaba la luz de la bombilla del pasillo ni tampoco, en ningún momento del día, llegaba un resquicio de luz natural. Solo a veces, con la puerta bien abierta de la cocina, se proyectaban remotas sombras desde la lumbre.
Allí estaba depositada la tinaja de agua, patria de fantasmas, demonios y brujas y residencia de monstruos y princesas afligidas.
Cada vez que pasaba por ese rincón inquietante yo apretaba la marcha y procuraba no mirar aquel hueco oscuro que disparaba mi imaginación.
Solía venir a mi mente aquel cuento repetitivo y circular: “Érase una vez un rey que tenía tres hijas, las metió en botija y las tapó con pez”. Aquella retahíla la contábamos repetidamente: “¿Quieres que te lo cuente otra vez?”. Yo escuchaba esperando con curiosidad el final de aquella triste historia e Imaginaba a las tres princesas encerradas bajo la tapadera de corcho, sin saber por entonces que era una botija y que era la pez.
Aquella tinaja cuyo fondo nunca veíamos se llenaba todos los días con agua a base de herradas que acarreamos desde el pilar más cercano. Mi abuela la vaciaba de vez en cuando “para limpiar el fondo, por si hay algún gusarapo”. Y en mayo, antes de la la fiesta de la Cruz, cuando se pintaban con cal las paredes y se sacaban todos los enseres al corral, se solía mover la tinaja para remedar en la pared, los ronchones de las humedades y darle un baño de linaza al barro del que estaba fabricada. Yo aprovechaba para observar profundamente e intentar adivinar dónde estaban las princesas encerradas por el malvado rey.
Entonces, bajo la luz del sol, la tinaja parecía inocente e incluso vulgar y yo olvidaba hasta que pasaba el verano, los monstruos y las princesas fantasmas.

Aurora Martín
Grupo C

El cuerpo roto

Esta semana la sala del taller de escritura creativa se convirtió en sala de espera de hospital. El motivo de nuestra visita al especialista era estrictamente literario: el nuevo libro de cuentos de Ana María Shua titulado El cuerpo roto.
No es la primera vez que la escritora se acerca a este tema. Ella se confiesa lectora de libros relacionados con el cuerpo y la enfermedad y ya escribió hace años otra novela con el título de Soy paciente: "Dime lo que lees y te diré lo que escribes. Como lectora, me entrego con fascinación todo texto que tenga que ver con enfermedades, plagas, pestes, curaciones. De ahí que buena parte de mi obra está dedicada también a ese tema constante y perturbador" dice Shua.
Dos de los cuentos son autobiográficos, el que abre el libro y el que lo cierra. Uno referido a sí misma, la historia de la lucha y la superación de un cáncer. Y el otro relacionado con la muerte de su padre.
Completan el corpus de la obra otra serie de cuentos en los que la autora cambia el punto de vista narrativo. En unos la voz es la del paciente (a Ana María Shua le gusta ponerse en la piel del doliente), en otros la del cuidador o acompañante, en otros es el médico el que toma el pulso de la narración. El deterioro cognitivo, la adición a las anfetaminas y el alcohol, la demencia, el alzhéimer, el ictus, las enfermedades mentales o el primer encuentro sexual son objeto del análisis literario de la autora.
Los médicos tienen en su ordenador o en el cajón del escritorio la historia clínica de sus pacientes pero estos tienen su propia historia, aunque no todo el mundo se atreve a contarla abiertamente y hacer cirugía literaria del dolor. Ana María Shua es valiente e introduce el bisturí en este tema y en todas sus repercusiones. La familia, las relaciones padre e hija, la comunicación (la presencia del móvil ha cambiado mucho las circunstancias sobre este tema), el proceso de duelo, la memoria, el lenguaje médico y su proximidad al lenguaje bélico (partes, altas, bajas, bombas de oxígeno...) dan aún más consistencia a las historias. Dice la autora: "trato de demostrar esa sencilla verdad que todos sabemos y tratamos de olvidar: que somos nuestros cuerpos y somos nuestras mentes, al mismo tiempo y sin grietas, esa dolorosa conjunción que nos hace humanos".
Nosotros centramos nuestro análisis y diagnóstico en dos de esos cuentos, los titulados "Como el mar" y "Técnicas modernas". El primero parte de una experiencia real, la cuenta atrás para llegar al Hospital desde que se producen los primeros síntomas de un ictus. El segundo muestra la dificultad para hablar con naturalidad sobre el sexo y las relaciones en los años 60. Muchos jóvenes, en cuyas casas había férreas censuras con motivo del peso de la culpa, y dónde los padres no hablaban abiertamente sobre el tema con ellos, tenían que recurrir a libros de dudosa información que dificultaba aún más ese primer encuentro. La épica de la primera vez.
El tema dio de sí. No en vano la literatura recorre a lo largo de los siglos la enfermedad (la peste, la tuberculosis, el SIDA, el cáncer, el COVID...). Todos tenemos la experiencia propia de una enfermedad o hemos sido sometidos a alguna operación. Pero, ¿cómo convertir en literatura esa herida, esa cicatriz? Ahí está el reto.



Propuesta de escritura

Un cuerpo roto habla. También una mente rota. Escribe una historia, a ser posible autobiográfica, sobre el dolor o la enfermedad. Elige el punto de vista. ¿Quieres ser un profesional sanitario? ¿Será el cuidador o el acompañante del paciente el que cuente su historia? ¿Prefieres ser tú el que pacientemente encuentre palabras para describir tu mal? Piensa en la manera de escribir la historia. ¿Será suficiente con un microrrelato? ¿La historia pide un poema? ¿Necesito un fragmento de un diario, una carta, una página al menos?

Y estos son algunos de los textos enviados hasta ahora:


“Ay, Dolores”

Recién nacido
Que la vida duele lo supo al primer tijeretazo.

Androide sapiens
Cuando la IA aprenda a sentir dolor querrá volver a ser máquina.

Soledad no deseada
Cuando sintió la llamada se retiró a un monasterio, pero no tenían cobertura.

Inhumanidad
El dolor nos hace mejores: sufre.

Narcolepsia feliz
Estaba anestesiado frente al dolor, y nunca despertaba.

Un mundo feliz
Sólo se reproducían los masoquistas.

Dolor mudo
A pesar de sus gritos nadie le oyó nunca quejarse.

Distopía zombi
Nadie se rebelaba porque estaban modificados genéticamente contra el dolor.

Seguro de vida
Mientras te duela no morirás.

Infierno
Muertos condenados a seguir sufriendo.

Bicho raro
A diferencia del resto del mundo, nunca sentía dolor; y sufría por ello.

Ícaro bonzo
La cera de sus alas no se derritió, y llegó hasta el sol.

Mala suerte
Era un esqueleto al que le dolían los huesos.

Dolor insoportable
Récord provisional.

Ignacio Aparicio
Grupo A


Cargando…

Martín lanzó el vaso de agua contra la pared.
El estallido recorrió mi columna vertebral y provocó que brincara en la silla.
Me asusté. Rompí a llorar.
Mis depósitos emocionales estaban en la reserva, próximos al agotamiento.
Me giré enfadada. Inspiré hondo. Busqué su mirada con la intención de conectar, recibir un poco de calor, de amor, de cercanía.
En su expresión predominaba la indiferencia. Sus ojos miraban al infinito, y cuando se centraban en los míos fluían inertes, como cualquier desconocido con el que hubiera cruzado la mirada en el bus o en el metro.
Sus desconexiones eran ya muy frecuentes, extensas y, últimamente, agresivas.
Intenté como último recurso la terapia musical. Había preparado un repertorio con sus canciones favoritas, pero la magia cada vez funcionaba peor.
Sólo había una canción que nunca había fallado, nuestra canción, Chiquitita de ABBA, pero no quería quemarla.
Estaba desolada y necesitaba volver a verle, a sentirle, a conectar con él.
Lo echaba mucho de menos.
— Alexa, pon Chiquitita —dije en voz alta.
La sintonía comenzó.
Me senté frente aquel semblante distante, alejado, desconocido, rezando por la reconexión.
Diez segundos después inclinó la cabeza intentando tocar la melodía con su oreja derecha.
Me miró.
Su semblante se relajó, sus ojos me acariciaron, y su sonrisa me abrazó.
Otra vez me eché a llorar.
Me levanté y le rodeé con mis brazos con tanta fuerza, para que se quedara conmigo, quería apartarle de su mal.
Él lloró amargamente.
— Te quiero chiqui —dijo entre sollozos.— Siento mucho lo que está pasando.
Lloraba y reía, qué maravillosa sensación.
Le di un beso en la mejilla.
Me preguntó por los niños.
La canción terminó.
Martín se fue.
Martín volvió.
Me levanté para coger el álbum de fotos familiar.
Un estallido sordo me devolvió a la realidad.
Mis baterías emocionales se habían recargado.

Max Ferlam
Grupo B


Sala de espera

Lugar de esperanza,
de manos tendidas.
El nombre se borra,
responde a una cifra.
Mi padre está mal, se fatiga.
Suenan pitidos,
los corazones saltan,
las cabezas giran,
las pantallas bailan,
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las miradas escrutan,
valoran el riesgo,
la urgencia es grave,
el pronóstico incierto.
Mi padre está mal, se fatiga.
El tiempo fluye,
la espera en silencio,
miradas vacías,
preocupación y miedo.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Sonrisas inquietas,
palabras sinceras,
sonidos de alarma,
miradas de apremio.
Mi padre está mal, se fatiga.
El doctor ausculta,
el doctor reflexiona,
el paciente es mi padre,
desentraña el misterio.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las horas pasan,
la familia aguarda.
Los segundos se diluyen,
de incertidumbre bebemos.
Mi padre aspira, nace el remedio.
Es mi número,
es mi doctor,
pequeñas palabras,
dan gran confort.
Mi padre sonríe, ya no se ahoga.

Max Ferlam
Grupo B


Vivir produce ruido:

Juan recordaba a su abuela todos los días: una mujer exigente y de carácter enfermizo con la que había crecido.
No padecía de nada serio, pero siempre disponía de remedios para las dolencias que se presentaran a diario. Cada mañana tomaba una cucharada de aceite para el intestino. Si le dolía la tripa, un vasito de aguardiente; si tenía escalofríos, hacía que le prepararan un ponche caliente con huevo, leche y un chorrito de licor de Quina San Clemente.
No eran pocas las noches en que, entre gritos, despertaba a toda la familia porque se le agarrotaban los tendones de las piernas y necesitaba ponerlas en agua fría y aplicarse un masaje. Como vivían en un pueblo, encargaba por catálogo libros como La salud por el ajo y el limón.
Con el tiempo, entre las angustias y dolencias de la abuela, Juan desarrolló un carácter hipocondríaco.
Desde que despertaba hasta que lograba conciliar el sueño, se rodeaba de diagnósticos imaginarios. Cada pequeño cosquilleo era, para él, un presagio oscuro; cada latido ligeramente más fuerte, una alarma. Su botiquín estaba lleno de medicamentos que nunca tomaba.
Cada vez que se enteraba de que un amigo o familiar tenía cáncer, buscaba en su propio cuerpo cualquier bulto o mancha que anunciara que él también lo padecía. Rebuscaba en internet diagnósticos que lo hundían aún más en el laberinto de sus suposiciones.
Al extremo de que, cuando la vecina joven del sexto quedó embarazada, él pasó una semana con vómitos matutinos.
Y cuando el vecino del segundo tuvo un herpes zóster, somatizó el dolor, el hormigueo y el ardor en todo un lado del cuerpo. Se examinaba la espalda frente al espejo para descubrir la erupción cutánea, y se rascaba de espaldas contra la pared de gotelé para calmar los picores ficticios.
Una noche sintió un ligero ruido anormal en el pecho y, asustado, se lo comentó a su mujer, que intentaba dormir.
Ella, muy tranquila, le dijo:
—A veces el cuerpo solo está… vivo. Y vivir hace ruido. La muerte es solo silencio.
El comentario se quedó rondando en la mente de Juan. No curó sus temores de golpe, pero abrió una grieta por la que entró un poco de luz. A partir de ese día, cada vez que una sensación extraña intentaba convertir su mundo en una emergencia, respiraba hondo y se repetía: “Es solo el ruido de estar vivo”.

E.R.A
Grupo B


Sorpresa

Subo la escalera muy despacio, peldaño a peldaño. No sé por qué me he puesto los tacones.Llego a la puerta de casa. Abro.
¡AHHHH!¿Quién es esa anciana que me mira desde el espejo?
¡Qué susto, por Dios! ¡Y que todos los días me tenga que pasar lo mismo…!

M.L.Fidalgo
Grupo C


El médico-enfermo

Durante mis 40 años de ejercicio profesional gocé de una buena salud, o ¿quizá no estuve pendiente de la mía y me dediqué a mejorar la de los demás? La cuestión es que presumía de no tomar ninguna medicación.
Cuando me jubilé, ¡qué casualidad! Empecé a enfermar, o es que comencé a escuchar a mi cuerpo; me di cuenta de que me cansaba con facilidad, que al menor repecho ya tenía fatiga; me veía abotargado, con los tobillos hinchados y la cara de “Luna llena”; la piel reseca, las digestiones pesadas, me dormía “en el palo de un gallinero”.
Entonces, comencé a hacer dieta y ejercicio y a pesar de todo continué engordando.
Caminaba por la calle como un sonámbulo, como mareado, y me costaba trabajo concentrarme; y lo peor de todo es que había perdido la ilusión. Ya no me apetecía leer, ni escribir, ni pintar, ni cantar... de todas formas, un poco,” a la rastra”, seguía acudiendo a todas mis actividades extraescolares, pensando, pensando... que ya vendrían tiempos mejores. Todo pasa. “Panta Rei”, como decía uno de mis filósofos favoritos.
Al cabo de poco más de un mes de acudir a hospitales, consultas, y montones de pruebas, incluso varias biopsias, por fin ya ha terminado el calvario.
Me han diagnosticado de varias enfermedades, y realizo un tratamiento diario. También utilizo un artilugio para dormir llamado CPAP.
Ya me canso menos, ya no estoy hinchado, he adelgazado, y ya no me quedo dormido; mis digestiones son mejores y sobre todo he recuperado la ilusión.
O me estoy engañando y en realidad lo que he recuperado... ¿es la salud?

José Luis Fonseca
Grupo A


La vida en una onomatopeya

Apago la televisión. Son las tantas, como siempre. Me gustan las series, me engancho y no puedo parar. Sigo con mi costumbre de verlas por la noche cuando me quedo sola en mi sofá, arrebujada en mi mantita. Voy al dormitorio. Él lleva horas durmiendo. Oigo el suave zumbido, zzz, que me tranquiliza. Llega el momento mágico del día, cuando me meto en la cama y me abrazo al calor de su espalda. Recibo esa calidez placentera como el mejor somnífero del mundo. Al minuto pierdo todo de vista y me entrego a los brazos de Morfeo.
Algo me despierta. No sé cuánto tiempo ha pasado. La somnolencia me impide discernir. Observo que el reloj de la mesilla parpadea. ¿Se habrá ido la luz? Es lo más probable, por eso se habrá desajustado —pienso.
Él está inmóvil. Su respiración acompasada me indica que está soñando plácidamente. A veces está más inquieto y lanza ronquidos extemporáneos. Se debe a la apnea. Hoy no. Hoy su rostro está relajado. Le doy la espalda e intento conciliar, de nuevo, el sueño. Vuelvo mi cuerpo hacia la pared cercana, acomodo la almohada a mis maltrechas cervicales y cierro los ojos.
¡Rrrrzzz! El sonido rompe la quietud de la noche y constato que se le ha alterado el sueño. Le sigue otro rrrrkkkzzz, que es más intenso y me inquieta más aún. Esos ronquidos me asustan mucho, no por el ruido que producen, sino porque pienso que, en su interior está pasando algo que no controla, que el mecanismo de su cuerpo atraviesa una crisis: puede ser falta de aire, de irrigación sanguínea, o de qué se yo.
Me quedo agazapada entre las sábanas a la espera de oír de nuevo ese zzz que me tranquilice. Pero, súbitamente, tiene una especie de convulsión acompañada por un sonido agudo parecido a un hipo profundo o a un atragantamiento que me asusta de veras. Me incorporo en la cama y me vuelvo hacia él para ver qué le ocurre. Acerco mi oreja a su espalda para comprobar que está bien. Nada me lo indica ni tampoco lo contrario. Desde mi posición intento adivinar su rostro a pesar de la oscuridad. El tiempo se me hace lento. No oigo su respiración. Estoy pendiente de algún ruido suyo que me de buenas noticias.
¿Y si ha sido un estertor? ¿Y si se ha quedado sin oxígeno? ¿Y si se ha muerto y yo estoy en esta especie de limbo en el que no sé que pasa, ni qué pasará?
La mente empieza a tener vida propia. Me muestra imágenes que no quiero contemplar. Me arrastra a sentimientos que no deseo experimentar, a lugares que repudio visitar: la muerte, el abandono, el olvido, la ausencia, la soledad, el dolor… Todo ello se mezcla en mi cabeza mientras la angustia se va apoderando de mí. Empiezo a ponerme muy nerviosa. Él no da signos de actividad vital: ni un zzz, ni un pequeño rrrzzz, ni un miserable hic, nada.
¡Prooot!, suena de repente. Uff, que alivio, pienso. Ese bendito pedo apacigua mi desazón, me devuelve a la vida. Acto seguido, me tapo la nariz. Agggh, ¡Qué peste! Y espero unos segundos para meterme bajo las sábanas.

M. Maximina Moreno
Grupo B


El protocolo de la incertidumbre

Mateo, de 55 años, arquitecto técnico, no se sentía enfermo. Quizás se levantaba una vez por las noches para ir al baño; lo atribuía a la edad y a ese apuro de haber bebido antes de acostarse. Tras un análisis de rutina para controlar el colesterol, el doctor Salinas, revisando los resultados, le dijo a Mateo:
—Todo está bien, pero el PSA ha subido. Lo tienes en 6,57 ng/ml; hace dos años estaba en 2,43 ng/ml. No hay que alarmarse, pero esto requiere otra visita con el urólogo.
Mateo salió de la consulta con la palabra oncología flotando en su mente, sin que nadie la hubiera pronunciado. A continuación acudió al Hospital Clínico, donde le esperaba la doctora Elena, una mujer de unos 42 años. Revisó el historial en la pantalla y, antes de mirarle a los ojos, le dijo:
—Mateo, un PSA (antígeno prostático específico) de 6,57 está en una zona gris. Puede ser una infección, inflamación (prostatitis) o algo más. Necesitamos hacer un tacto rectal: es rápido e imprescindible.
—Vas a notar presión, no dolor. Respira hondo…
La doctora Elena notó en el lóbulo derecho un nódulo indurado. En vista de lo palpado, le dijo:
—Vas a hacerte una resonancia magnética y, probablemente, una biopsia.
En ese momento apareció la enfermera Marta, quien sería la encargada de darle toda la información y prepararlo para las pruebas. Su eficacia y seguridad tranquilizaron mucho a Mateo. La resonancia informó, según el radiólogo, de una alta probabilidad de cáncer clínicamente significativo.
La biopsia fue el primer momento de miedo físico real. Después se realizó una ecografía transrectal seguida de pequeños disparos para tomar las muestras. El doctor le advirtió:
—Puede haber algo de sangre al orinar durante los primeros días. Bebe mucha agua.
Dos semanas después, Mateo y su esposa Carmen estaban sentados frente a la doctora Elena. El silencio pesaba en el ambiente. Los resultados habían determinado una puntuación de Gleason que situaba su cáncer dentro del grupo 2. Su mujer le apretó con fuerza las manos. La doctora les explicó con detalle:
—Esto significa que tienes células cancerosas, pero de crecimiento lento.
La doctora Elena le expuso las opciones: vigilancia activa, radioterapia o prostatectomía radical. Le aconsejó extirpar aquello que en un futuro podría suponer un problema. Mateo decidió operarse: quería quitarse “eso” de su cuerpo.
El celador trató de bromear con Mateo mientras lo llevaba en camilla hacia el quirófano para distraerle del miedo. El anestesista, el doctor Calvo, le explicó:
—Te pondré una vía y dormirás mientras dure la operación.
El proceso duró unas tres horas. La doctora Elena dirigía la intervención, manejando los brazos del robot quirúrgico y separando cuidadosamente la próstata de la vejiga y de la uretra, suturando los tejidos conectivos con precisión.
El despertar fue confuso: un dolor frío y una sensación extraña en la zona intervenida. Llevaba puesta una sonda vesical para expulsar la orina. Al principio el color era muy rojo, algo normal tras la operación. A los pocos días ya pudo deambular e inició su recuperación. Hubo revisiones mensuales, luego trimestrales y finalmente anuales.
Cuando todo estuvo bien, los protocolos cambiaron, la incertidumbre adoptó formas nuevas.

Fernando Nieto
Grupo A


Adiós

Tu cuerpo se quebró como un cristal
aquella mañana de junio
del 2022.

Ambulancia, urgencias, camillas,
tensiómetros, transfusiones, analíticas,
pasillos largos y la espera, infinita.

En una habitación compartida
empezaba tu desigual carrera,
contra el tiempo y la vida.

Tus órganos rebelados
atacaron todos tus frentes
sin ninguna compasión.

Poco duró la batalla
frente al enemigo atroz
que exigía tu rendición.

Sedación, silencio
y mucho,
mucho amor.

Solas en la habitación
con mi mano entre la tuya,
en ese difícil adiós.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Hospital

Por un largo, largo pasillo blanco
los enfermos del mundo van arrastrándose.
Tantas primaveras han perdido, tantos cielos,
su expresión terrosa-los higos que secó la escarcha-
y sus arrugas
nacieron a fuerza de aburrimiento.
De andar y desandar nochesdías incoloros.
bajo el paisaje del láudano y la penicilina,
de andar tardes enteras.
hurgando por ver en sus recuerdos
se han quedado cojos.
con la angustiosa quietud del que quiere correr
volar por un largo pasillo
que nunca termina.

Llevan allí mucho tiempo.
entre miradas circunspectas y delantales blancos,
demasiado tiempo
no saben cuánto tiempo
liando un pitillo kilométrico
dando vueltas como trompos sobre sí
apartando la vista del techo blanco
para apartarla luego del suelo blanco
y detenerse un momento.
en un horrible cuadro blanco.

Y han envejecido.

Se han quedado ciegos mirando paredes lisas.
escuchando la monótona voz del médico.
andando el agotador camino siempre idéntico.
Siempre el mismo, siempre.

Pero esta vez sí, se han parado.

Y han querido hablar de ese infinito andar que les agobia
y no pueden retrasar.
Han querido descifrar el color del cielo-que ellos imaginan negro—.
y también si el viento huele.
Y luego se han tocado con un afán casi infantil
el cuerpo, el maravilloso cuerpo
donde el cáncer tiene su caverna.
Y se han descarnado humanitariamente
repartiendo lepra entre todos,
aquel inválido acariciaba las piernas de un loco
y éste besaba tumores cual voluptuosos labios blancos.
Y han querido ver que al fondo del pasillo no se ve nada
y han corrido felices
hasta estrellarse en las paredes otra vez.
Hubieran querido que el largo pasillo fuera infranqueable
que un más largo abismo lo surcara
o una montaña helada cortara el paso y convertirse en muñecos de nieve
porque

el largo pasillo al que las tocas acompañan muertos
es una vía, un tren giratorio, aséptico.
-donde hasta el vómito toma color-
y no conduce a nada
al fin nada
es sólo un camino.

Inés Díez
Grupo C


Una horita corta

13:35 Sala de espera de un hospital.

Una voz de fondo repite, repite y repite, números de turnos, con nombres de galaxias y objetos interestelares: R161, P110, X118... Se suceden sin lógica y los mensajes continúan: Pase por el mostrador 1, por la cabina 1, por la 10, por la 13, por la 14...
Dejen paso por favor.
Una camilla, con paciente abultada de vida, se pasea como desfile de modas, y en la muñeca, una pulsera que identifica al bebé sin nombre que lleva dentro : Barra, barra, barra PTD, punto, guión alto, arroba seguida de comillas. Tal vez sea indicio de un futuro prometedor, el bebé llegará lejos, o no.
Se abren las puertas de la esperanza y la matrona con moño y gafas, sale disparada hacia el interior. Espera "una horita corta", porque tiene que recoger a sus niños del colegio. Detrás, llega desencajado el supuesto padre, o no. El, hizo lo importante de manera satisfactoria, ahora, el video hará lo siguiente.
Las contracciones de Teresa se suceden y monitorización indica su fase activa.
Comienza el espectáculo.
Su intimidad mas íntima se descompone, y residentes médicos, catedráticos obstetras y personal de prácticas pasan por su conducto vaginal. Como un ser prostituido, consigue relajar esfínteres de deshonra y entre conversaciones de "tú cuando cambias de turno" , " qué tal el partido de ayer" y anotaciones de "es un caso normal de parto no inducido", Teresa cierra los ojos, interioriza la situación e intenta respirar y disfrutar, o no.
Dos personas atraviesan la sala, caja de herramientas en mano, las tuberías del hospital presentan desperfectos. Disculpen doctores, disculpe señora, con su permiso...nos han llamado de Gerencia y la avería está en paritorios.
Cuando la ratio capacidad barra personas supera el máximo permitido, en ese momento preciso, la cabeza del bebé se empeña en salir de manera impulsiva, serpentea ante las miradas de la multitud, y se presenta en sociedad (nunca tendrá miedo escénico, o sí).
Javier entornó sus ojos somnolientos y gritó algo parecido al llanto.
Hora de nacimiento: 14:30.
La matrona pudo recoger a sus hijos del colegio.
Era el comienzo de una vida maravillosa, o no.

GuADAlupe
Grupo C


Preparación

—Colonoscopia —digo en voz baja. Las cuatro oes traban mi lengua como si tuviera piedras en la boca y oigo algo parecido a «colnscopia». «Es lo mejor que podemos hacer, aunque no tenemos nada de qué preocuparnos», había dicho el doctor incluyéndose en mi equipo. Su mirada mostraba tanta confianza que lo imaginé recostado en la camilla, a mi lado y con la misma indigna bata de hospital. Salí de su consulta convencido de que la prueba sería inocua y no más molesta que quitarse un grano.
—Colonoscopia —repitió mi hija. No fue el tono lo que me inquietó, sino los dos segundos posteriores de silencio. Los miedos a flor de piel; los de ella, intuidos; los míos, ciertos. Me vi en la obligación de quitarle importancia. «Será una almorrana que ha reventado», intenté darle certeza simulando despreocupación. «Por seguridad, me hacen una colnscopia». Otra vez esas malditas piedras.
Después, la insípida dieta de pasta y carne a la plancha. «Hay que reducir residuos», pronuncié el mantra y me sonó a eslogan de ecologista pelmazo.
Y ayer la ignominia. Me habían prescrito unos polvos para tomar diluidos en agua. Pero se cruzó la amistad del farmacéutico. «¡Cómo vas a pagar cincuenta euros por eso! Toma este enema. Es el que se ha empleado siempre y solo cuesta siete euros». Oí enema, aunque quise creer que era otro medicamento que se ingería por la misma vía. Deseché la imagen de una inmensa pera amenazando mi trasero. Pero no, cuando una hora antes de administrármelo abrí la caja, descubrí que ya no tenía ocasión de eludir la vejación. Repasé los agravios que hubiera podido hacer a mi amigo el boticario. Nada. Finalmente, me agarré a un clavo ardiendo: las derrotas que le había infligido al mus. ¡No podía ser eso!
La noche de ayer fue toledana. Primero la violación anal y luego la condena, pues estar atado a perpetuidad a la taza del váter no puede merecer otro nombre.
La segunda incursión rectal, por esperada y conocida, fue menos angustiosa. No así la procesión al baño que cumplí con rigurosidad de nazareno. Tras semejante penitencia, tuve una iluminación: me dejaría ganar a los naipes.
Unas horas después el taxi parece volar hacia mi Gólgota. Para distraerme repito en voz baja: «colnscopia».
—¿Qué dices? —pregunta mi mujer colocando su mano sobre la mía—. ¿Estás preocupado? —añade solícita.
Niego con la cabeza sin atreverme a mirarla a los ojos. No quiero que descubra lo que hay en los míos. Mantengo la mirada fija en la calzada y, esta vez en silencio, rezo: «co… lo… nos... co… pia».

Pepe Lorenzo
Grupo B


Osama

Fue a visitarlo y todo le pareció irreal. Un decreto de gravedad había roto el orden predecible de las cosas cotidianas. Surgieron los diagnósticos imprecisos, esos rostros asépticos con sus verdades médicas, las miradas silenciosas, el miedo. Su hermano, el hombre sano y fuerte, tan pleno de sueños y afectos estaba enfermo. Ella lo observó en total desconcierto y, Miguel sonreía con esa confianza que lo había caracterizado: ¡tranquila flaca, tú sabes cómo soy dando batallas, saldré adelante! Ella asentía como si él lograra calmarla, pero no era cierto. La muerte envuelta en papel de regalo se acerca y me ofrece su mano. La clínica llena de gente, girar hacia otros temas, un desfile de amigos y familiares, sonrisas sutiles… acá no ocurre nada.
Todos encarnaron con fuerza esa batalla, aunque el peligro era evidente. Luchar, confiar, tener fe. “La esperanza le pertenece a la vida. Es la vida misma que se defiende”, leyó en alguna novela por esos días. La familia rezó incansablemente, y al poco tiempo las biopsias en EEUU indicaron un buen pronóstico. Había un prometedor tratamiento de inmunoterapia. Ese fue el tiempo de la más hermosa esperanza. La extensa familia se reunía cada fin de semana, y entre abrazos y comidas compartían los avances. Finalmente, con o sin Dios, todos anhelamos ser tocados por un piadoso milagro.
Avanzado el tratamiento lograron una consulta con el Doctor Manuel Álvarez, el oncólogo más prominentes del país. Aquel día, en la consulta médica, los separaba un escritorio de vidrio, gruesos manuales de medicina y cáncer, un par de figuras que emulaban órganos del cuerpo humano. Ella apoyó tímidamente su agenda en la esquina de la mesa. No empañes su cristal con tus nerviosas manos.
Allí, el tiempo se volvió espeso. Al otro lado del escritorio se encontraba Álvarez, con la mirada penetrante, su sapiencia, el tono académico. A este lado, Miguel, su mujer y ella. Miró al médico muy atenta, su opinión sería crucial para el pronóstico y tratamiento. Le pareció elegante, de unos 60 años, usaba lentes y un inmaculado delantal blanco. No desentonas… pareces tan imponente como que el muro que tienes detrás. Y allí, decorando la habitación, observó el abundante collage con galardones a su trayectoria como oncólogo y docente universitario. En silencio leyó: Instituto Nacional del Cáncer, Maryland, USA; Premio al creador del primer Centro Integrado del Cáncer en Chile. Sí, éste es el médico, él puede ayudarnos.
Con la voz seca y lejana, Álvarez partió chequeando datos. Señaló haber revisado la ficha completa y los exámenes recientes. Giró a su costado derecho, dándoles la espalda, y mostró una pantalla:
­–¡Miguel, tú eres la persona más importante para mí! –declaró en tono alto. Miguel lo miró algo sorprendido, pero no respondió nada. Ella se quedó pensando en el énfasis de sus palabras.
–Acá verás un PET-CT, son imágenes de alta tecnología –agregó el médico –Es un mapa exhaustivo de tu cuerpo que nos dirá si hay proliferación o metástasis. –Ella percibió el aire más esquivo en su garganta.
Álvarez hablaba rápido, sonreía exiguamente, no perdía el tiempo. Y como quien dicta una cátedra para internistas en formación, fue analizando y describiendo su cuerpo. Y lo hacía con tanto detalle, con tanta especificidad técnica que a ella le parecía que solo hablaba de órganos, de células, de partes diminutas, de tejidos insignificantes, de objetos… Entonces imaginó diminutas células criminales viajando por su cuerpo, reclamando espacio para dañarlo. No, no, ese no era él. En esas imágenes de colores en movimiento no estaba su hermano amado. ¿Qué sabe este médico de ti? Y presurosa lo buscó entre sus recuerdos. Entonces, quiso contarle de Miguel, el huérfano de diez años que llegó a su casa invadiendo su infancia de cambios, y que entre llantos reclamaba a su madre. O de los meses que pasó entrenando para un examen de admisión universitaria, y cómo a puro esfuerzo fue escalando. O del joven gozador de la vida, los amigos, el buen vino y las parrilladas. O de sus tantos amores y la vanidad con que cuidaba su cuerpo tonificado. No, tu no lo conoces, él es un luchador, un ser incapaz de creerse vencido por un cáncer. No, allí no estaba su hermano. Sólo son colores en movimiento, colores sin alma.
De pronto, la situación se tornó más ajena. Álvarez explicaba tecnicismos, y la mujer de Miguel lo interrumpió: Doctor, ¿usted cree que pueda seguir jugando futbol?... mire que para él eso es lo más importante. El médico sonrió. Y la conversación giró en extenso hacia el deporte y los gimnasios, como si nada grave aconteciera. Y a ella le pareció que la esquina y la silla en que se sostenía giraban, alejándola de ese espacio. Y llena de perplejidad no supo qué decir, como si una espesa mudez la hubiera tragado. Sólo pudo pensar: ¿Y por qué no hablamos de ti?, ¿de tu vida?, ¿de tus dolores?, ¿O de nuestro inmenso temor?
Luego, un pesado silencio envolvió la sala… y Miguel preguntó:
–Doctor, de todo lo que revisó… y en su amplia experiencia, ¿cómo se ve mi pronóstico?
Y aquella fue la primera y única vez, desde que lo visitó en la clínica, en que pudo advertir una asustadiza mirada en el rostro de su hermano.
–Mira, si esta es tu película… Entre un viaje a Disney y Osama Bin Laden, esto es Osama –respondió Álvarez, imperturbable.
Ella escuchó aquella frase como si le llegara en cámara lenta… Como nos alcanzan esos pensamientos-granada que vienen volando y que sólo explotan cuando nos tocan, porque vienen cargados con su violencia. Entonces, una ráfaga de imágenes invadió su mente. Aquella noticia repetida incansablemente en televisión por esos días. Noticias de espanto, oscuras imágenes: OSAMA, el terrorista... OSAMA, el que murió acribillado… OSAMA, sonríe sereno. Su casa está llena de niños, mujeres y ancianos… Y en pocos minutos les espera la muerte.
Sin duda, ella supo que Álvarez no fue el responsable de su partida. Pero sí les robó la esperanza, que entonces era lo único que tenían.

Sonia Micin C.
Grupo A      


Vaya panorama

Hay palabras que es mejor no conocer. Algunas de ellas aparecen un buen día y se graban en la memoria para siempre, se instalan como okupas del cerebro con carácter permanente.
Mielomeningocele fue la primera; se la diagnosticaron con trece años; cuando estuvo en la cama una semana sin poderse mover. Presentaba una espina bífida abierta, de carácter congénito; al parecer, según le informó la doctora, una parte de la columna no estaba bien cerrada, era como un saco de nervios y tejido medular que salía hacia fuera formando aquella protuberancia en la espalda. Desde entonces, siempre había tenido dolores en la región lumbar y había arrastrado ciertos problemas de movilidad, aunque no le imposibilitaba hacer una vida dentro de lo normal.
Su padre había fallecido de un cáncer colorrectal, le operaron sin demasiado éxito, recibió tratamientos de quimioterapia y radioterapia durante dos años, pero todo fue inútil, además su calidad de vida dejó mucho que desear, se quedó en los huesos y el cambio en su aspecto en los últimos meses fue radical.
Su madre sufrió un glaucoma que le imposibilitaba leer o coser. La recordaba siempre con la aguja en la mano, hasta que ya casi repetía las puntadas mecánicamente, a tientas, incluso era capaz de enhebrar el hilo a ciegas.
Su hermano mayor había fallecido repentinamente una tarde de comienzos de verano. Un aneurisma cerebral segó su vida y hundió en una depresión a su mujer. Aquel afinamiento de las paredes de alguna arteria podía explicarse por debilidad congénita o por factores como la presión arterial alta y el tabaquismo. Ciertamente, Rafa fumaba como un carretero. Otros factores de riesgo eran el consumo de drogas ilícitas… en eso tampoco se quedaba atrás, siempre envuelto en el olor penetrante de aquellos malditos porros.
El alzhéimer era una enfermedad neurodegenerativa que parecía extenderse como una gota de aceite… un día le llamaron para comunicarle que su amigo de toda la vida, Agustín, se había sumido en el olvido y que había comenzado terapia en un centro de día cerca de su casa en Madrid. Fue a verlo y el deterioro era mayor de lo que esperaba. Según le comentó Miguel Ángel, su pareja, todo empezó con despistes de memoria, luego parecía sin energía, con extraños cambios de humor, la mirada perdida, parecía aislado del mundo, con problemas para comunicarse… Ahora estaba en una fase moderada, cada vez más desorientado y desconectado de la realidad. No tenía buen pronóstico, ciertamente.
En los últimos años había tenido un dolor punzante en la región metatarsofalángica del pie, entre el tercer y el cuarto dedo, con algo de hormigueo en ocasiones. Tras recorrer la consulta de varios traumatólogos, le diagnosticaron neuroma de Morton. Le recomendaron usar calzado adecuado, nada de tacones; evitar actividades de impacto, se acabó la marcha nórdica; mantener un peso saludable y realizar ejercicios de fortalecimiento de los músculos del pie. Como la reina, alguien le comentó jocosamente; pero maldita la gracia que le hacía padecer enfermedades reales. Aquello fue una limitación mayor que agravó sus problemas de movilidad causados por el mielomeningocele.
Ahora, en la residencia que le habían buscado sus dos hijas, sufría quizá un dolor que aumentaba de manera exponencial: la soledad. El médico le informó que, cuando una persona se siente aislada y solitaria, segrega cortisol, la hormona del estrés, que eleva la presión arterial, causando insomnio, aumentando los síntomas de ansiedad y depresión; y que según los últimos estudios de la universidad de Chicago estos sentimientos podían conllevar enfermedades cardiovasculares e incluso afectar al sistema inmunológico y endocrino. Vaya panorama que nos espera, pensó.

Jesús García Espinosa
Grupo A


Enfermedades mentales

Sigo anhelando la apertura de la ciencia, concretamente la neurociencia en el siglo XXI,
Sobre todo más allá del conocimiento, sigo esperanzada en descifrar el lenguaje secreto de los silencios que acompañan a esos diagnósticos que recibimos en nuestros entornos mas próximos cuando nos dicen; tiene una enfermedad neurológica, o psiquiátrica o ambas.
Las lobotomías, electroshock y demás técnicas de nuestro pasado no demasiado lejano y sin demasiado acierto terapéutico, han derivado en una variedad de pastillas con un amplio abanico de nombres , que unas manos cercanas administran sin esperar aplausos.
Mientras tanto pasa el tiempo y aquello que un tiempo atrás nos alertaron que padecía nuestro ser más querido, no mejora y pesa en nuestro cuerpo como una losa , confundiéndonos entre la ternura y la rutina y esperando un milagro que seguramente nunca llegará.

Carmela
Grupo A


Sindemia y un ramo de mariposas blancas

Todo esto aconteció a partir de la visita que hice a casa de José en el mes de noviembre. Junto a un fuerte abrazo escuché un susurro "Niña de la Cyca", "Profe querida", "Vuelo enlentecido"; fue una conexión bidireccional muy especial.
El Doctor y especialista en Medicina Interna del Hospital General Docente Provincial, de la Ciudad de Morón fue uno de mis alumnos de alto rendimiento académico. Él es el mismo muchacho del campeonato de peonza en Mallorca y amigo de Chispa y julio el maquetista.
Ya sentada en el sofá, José afirma
-Puedo imaginar qué te trajo a mí.
-Sí, me trajo la epidemia de enfermedades arbovirales que nos azota.
-Claro profe, es preocupante; mi corazón está deshecho.
Entonces le llega un mensaje al doctor, Corre a su habitación, se cambia de ropa a la vez que sentimos un claxon insistente; era un coche del hospital; José, abre la puerta y el chofer dice:
- Doctor vengo por usted.
- Sí, hay necesidad de reforzar el servicio de médicos clínicos en el cuerpo de guardia -responde José con una sombra de responsabilidad resignada-, ya somos pocos.
- ¿Te acompaño? -le pregunto al momento.
- Sí, en algo puedes ayudar.
Entramos al hospital; el salón del cuerpo de guardia estaba repleto de personas quejosas y desesperadas.
Varios colegas especialistas y residentes se movían entre los numerosos casos acostados en camillas. Jose comienza por Ana, paciente muy adolorida; hace la entrevista,
-¿Que te sientes, Ana?
-Doctor, no puedo con los dolores articulares y de cabeza, la fiebre es de 40, no me puedo parar… -La escucha y pasa al examen físico. Yo a su lado le pregunto -¿tienes el diagnóstico? -sí,- y agrega, es paciente con comorbilidad, es hipertensa y obesa.

La doctora Maité, que atiende la enferma de la otra camilla, comenta -mi paciente está sangrando por las encías, tiene fiebre y refiere dolores fuertes detrás de los ojos entre otros síntomas; es diabética e hipertensa; Jose pregunta -¿indicaste complementarios? -sí; el hemograma completo arroja plaquetas bajas, (trombocitopenia) -¿qué cifra? pregunta, -por debajo de 50,000 mm3 -refiere Maite. ¿Es dengue doctor?, -Sí, remítela a cuidados intensivos urgentemente.
Era un caso tras otros los que el grupo de galenos atendían.
Miro la hora: cuatro y treinta de la madrugada.
-Vamos a mi cuarto de consulta -me dice Jose.
En su despacho una foto del Científico cubano Carlos J. Finlay colgaba en la pared del fondo, lo mira y dice en alta voz:
- Finlay, tu descubrimiento revolucionó el mundo y permitió implementar medidas de control vectoriales, salvando a millones de personas -y gira hacia mí aclarando mi idea de pandemia, -profe, no es una pandemia lo que acontece, es una Sindemia; es la epidemia que comparte factores sociales en tiempo y lugar; amplificando el efecto de estas enfermedades. Es eso lo que nos pasa.
Puso su cabeza en el buró como el trompo que pierde velocidad porque la fricción es muy fuerte. No podía mantenerse erguido.
Una llamada a mi celular ¡Quedo aterrada! y solo digo:
-¡Juanita ha fallecido en su casa, Jose! el chikungunya y su diabetes no pudieron coexistir.
Prorrumpí en llanto y mi ex-alumno se cuestiona -¿Cómo no pude salvarla?
Pensé en Mallorca, en el triunfo de José; en el cartel que puse a la "altura de la Palma real", uno de nuestros atributos nacionales. Ahora estaba frente a una gran derrota; e imaginé el nuevo mensaje. "Triste sindemia, por corazones rotos"
Interrumpí mi silencio.
-José, no mas lágrimas; llevémosle a Juanita otro de nuestros atributos nacionales;
"Un ramo de mariposas blancas".

Miriam García Cabrera
Grupo A


Sala de espera

La molestia en una zona indeterminada del tórax me puso sobre aviso. No soy especialmente hipocondríaco, pero tampoco me gusta dejar pasar de largo los avisos de mi cuerpo. Acudimos a urgencias del clínico, al viejo clínico, que a punto de la jubilación acogía en una pequeña sala un muestrario de humanos de muy diversa condición. Pasado el triaje de valoración inicial, nos pusimos a buscar un hueco en la sala de espera. Estaba atestada de gente y nos costó algo encontrarlo. En los asientos contiguos había dos mujeres, una mayor, de unos ochenta años y otra de edad indeterminada, entre cuarenta y sesenta, que podrían ser madre e hija, o tía y sobrina, o hermanas, o persona mayor y su cuidadora. La mujer mayor no dejaba de quejarse, con una mano apoyada en el vientre, cerca de la cadera y un —¡ay, ay, ay!— constante, no a mucho volumen, pero constante. ¿Habría sido una caída, un golpe o un dolor interno de dudoso origen? A saber qué había llevado a urgencias a las dos mujeres sentadas a nuestra derecha. Por el otro lado teníamos situados a unos padres con un niño pequeño en brazos de ella, que con cara angustiada tarareaba quedamente una canción de cuna, un alivio para el niño dormido, que de vez en cuando se agitaba desasosegado. El color rojo de su cara y los pañuelos humedecidos que su padre le ponía en la frente indicaban que padecía una fiebre elevada. Sin duda unos padres primerizos inquietos por enfrentarse a algo nada extraño en un pequeño de corta edad. En los bancos próximos había una familia, en la que estaban el abuelo, los padres, los tíos y unos niños mayores acompañando a uno de ellos, no sabría decir a cual. Una gran familia que ocupaba una cuarta parte del espacio disponible. No dejaban de preocuparse, llamando continuamente por teléfono o recibiendo llamadas. Así estuvieron todo el tiempo que permanecimos en la sala de espera. Al levantar la vista más allá, me encontré con un rostro conocido. Era Luis, que había acudido con su esposa debido a una molestia en el pecho, que le preocupaba hasta cierto punto, ya que ella, enfermera, consideraba que no tenía síntomas preocupantes. Estuvimos charlando un rato sobre nuestros respectivos padecimientos y las expectativas que teníamos al respecto, sobre algunos conocidos, sobre el tiempo y sobre la situación de la sanidad. Al cabo de un cuarto de hora, cuando la conversación languideció, nos volvimos a nuestro sitio, despidiéndonos con un deseo de buena suerte. A su lado estaban dos chicos jóvenes, como de unos diecinueve o veinte años. Tenían la cara de despiste habitual en los que nunca han acudido a una urgencia hospitalaria. El más grueso de los dos presentaba un color amarillento y acudía con frecuencia a los servicios situados al fondo. Podía tratarse de una indigestión o de un exceso de alguna droga legal o ilegal. El compañero, amigo o conocido tenía cara de gran preocupación y continuamente iba a la recepción a interesarse por la atención que recibiría el joven enfermo. Una treintañera, con el pelo teñido de azul, algunos piercings en la cara, falda y botas de cuero negro y maquillada profusamente, leía ,abstraída y ajena a todo lo que había a su alrededor, uno de los libros de la saga “Millenium”. Nada ponía de manifiesto el padecimiento que la habría hecho acudir sin acompañamiento al hospital. A su lado se encontraba un matrimonio mayor, como de unos setenta y tantos o más años. Él estaba conectado a un respirador portátil y su mano izquierda mantenía un temblor constante, tan característico de la enfermedad de Parkinson. Ambos permanecían en silencio, como esas parejas que ya se conocen lo suficiente como para no necesitar palabras para comunicarse. Cuando los altavoces de la sala anunciaron —“Familiar de Juana Vilcheza, pase para información”—, un hombre fornido, en chandal de entrenamiento y una mochila a la espalda se levantó de una de las bancadas centrales y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Iba llorando. Yo continuaba observando a los presentes en la sala cuando anunciaron mi nombre y pasé a la consulta. Por suerte, mi padecimiento no era grave, un derrame pleural que requería de hospitalización para proceder a su punción y extracción del líquido acumulado. Diez días después, realizada sin novedad la extracción y superada una infección hospitalaria de origen desconocido, que me retuvo allí todo ese tiempo, volví a casa. Vagamente recuerdo los detalles del derrame, pero no se me olvidan las horas pasadas en la sala de espera de urgencias y lo variadas que somos las personas que allí acudimos.

Manuel Medarde
Grupo A


Universo de Dolor

Universo de dolor. Viaje interno, profundo, silencioso, oscuro. Odisea adolescente, pesadilla de madurez.
Luces,brillos, espejos fulgurantes. Rostros partidos por mitades, cuencas oculares como cuchillos, como agujas punzantes. Temblores involuntarios, horas que se alargan, días que se acortan con noches persistentes.
Vómito, llanto.
Cortinas gruesas, cortinas de terciopelo oscuro que tapan los rayos del sol.
Hielo sobre las sienes, seda sobre los ojos. Camas revueltas, sábanas enredadas.
-Ojalá pasara pronto. Ojalá puedas salir más tarde y tomar un poco de sol en el jardín.
Cierra los ojos, trata de dormir. Ya pasará, y te traeré un poco de nieve de limón, te caerá bien, te asentará el estómago. Ya pasará. Trata de dormir.

Mi migraña. 

Esperanza García
Grupo A


La analítica

-Te quieres dar prisa, le digo por enésima vez. Y él como si nada, con una pacha… que si la cartera, que si las llaves. Se le olvida ponerse el abrigo y en la calle hace un frío de mil demonios. De vuelta a ponérselo. ¿En qué momento pasé de ser el objeto de sus deseos a su mamá? Si hasta le llevo de la mano.
Llegamos al centro de salud, casi con la lengua fuera. A ver si con un poco de suerte somos los primeros, pero no, claro que no. La sala está a rebosar y no son más de las ocho y cuarto. Toca esperar, y él, haciendo pucheros, una mano apretando la mía y en la otra el bote del pis, agarrado como si fuera un tesoro. Y yo, -venga si es un pinchacito de nada. -Pues que te pinchen a ti, me contesta. Cómo si a mí no me hubieran pinchado nunca, ¡Habrase visto!
La sala de espera está en silencio, prácticamente; a parte de la hora, es el miedo a las puñeteras agujas. Parece que fueran a entrar al matadero con sus ofrendas doradas en las manos.
Al otro lado de la sala está “la Mari”, uff espero que no nos vea, que esa no se calla y encima le va a meter más miedo pa’ el cuerpo. Es de las que se las saben todas. No la aguanto.
Por fin nos toca, -Antonio pasa, le dice la enfermera. Tiene suerte es la nuestra y no cualquier aprendiz en prácticas. Qué a mí me tocó uno que se las traía… ¡Cuatro veces me pincho! Y al día siguiente un morado en el brazo, que no veas. -Tú espéralo fuera, me dice a mí. Pero si está agarrado a mí como a una tabla del Titanic. -María que se va a caer redondo, le digo. -Vamos entrad, que hay mucha gente esperando, nos dice con premura. Antonio se sienta, deja el brazo en la mesa como si no fuera suyo y mira hacía el otro lado, mejor dicho, me mira a mí haciéndome responsable de lo que pueda hacer la enfermera. ¡Habrase visto este hombre!
Sólo con ponerle la goma y tantearle las venas, Antonio se pone blanco como la pared. María le cuenta no sé qué de un desvío de fondos del gobierno. Uff por ahí no, que se enciende, pienso yo.
Pero mira ya está, un tubo, otro, hasta cuatro. Y sin rechistar.
No como el aprendiz a enfermero que me tocó a mí. Desde luego que suerte tiene este hombre.
Ya fuera, pensando más en el desayuno que en él, le digo, -pues mira no ha sido para tanto. Con esa cara de ajo que pone cuando le están tocando las narices, me suelta, -pues haberte pinchado tú.

Eva Hernández
Grupo A


Llegaremos a tiempo

Una tarde de primavera, cielo azul, aire fresco, Luna, correteando por el jardín no te perdía de vista. Tu mirada, perdida entre las nubes blancas que se movían como si quisierais deciros algo.
Solo tú sabías lo que pasaba por tu cabeza. Decías estar bien, pero había un runrún en el ambiente que empezaba a preocuparnos.
Había algo que no encajaba, falta de coordinación, acaso podía ser una depresión. Esto ocurría en una tarde de domingo, quedaba muy poco para salir de dudas.
Lunes, visita a la clínica, pruebas para descartar, y en una mañana de primavera cuando entraba por la ventana un sol radiante, se desató la más cruel de las tormentas. Todo se volvió negro, derivación al Hospital, ingreso en planta y posterior reunión con el neurocirujano, para recibir el terrible diagnostico.
No había nada que hacer, la sentencia estaba dictada. Solo quedaba esperar, unos días en el hospital, agarrados a la última esperanza; todavía te quedaba algo de humor, cuando vinieron a cortarte el pelo para realizar con mucho riesgo la última prueba. Con el diagnóstico definitivo, volviste a casa. En la radio del coche sonaba la canción de Rosana “llegaremos a tiempo”, en la puerta del jardín te esperaba Luna, que ya no se separó de tu lado en la habitación hasta la hora de decir adiós.
Fueron días muy difíciles, centrados únicamente en estar a tu lado, viaje a Pamplona para una segunda opinión que ya sabíamos, pero que nos costó muchísimo aceptar.
Mes y medio de zozobra y de miedo y, una tarde, cuando comenzaba el verano, dijiste adiós a la primavera; tu estación favorita. Tu perrita Luna te despidió con un aullido que recorrió mi espalda con un escalofrío y se me clavó en el alma.

P.G.
Grupo C


Omelet

—Má, ¿te preparo algo?
—No, no tengo hambre.
—Tenés que comer algo, la doctora dijo que tenés que comer proteína. ¿Querés un omelet?
—Mmmm —dudás—, pero con un solo huevito, nada más.

En la puta vida hice un omelet. Todos mis intentos siempre terminaron en huevos revueltos con queso, y mientras busco la sartén me pregunto cómo mierda voy a hacer para que quede bien. Ah, pero no cuento con el ingrediente secreto: el amor. La magia ocurre y el omelet de un solo huevo queda perfecto.
Cuando me doy vuelta para vanagloriarme de mi seudoproeza culinaria, te encuentro mirando por la ventana. Veo tu camisón celeste con flores blancas. Veo tu perfil perfecto que siempre envidié. Veo la circunferencia de tu cabeza cubierta por pelusa.
Me pregunto qué estarás pensando. Sé que lo sé. Sé que no quiero saberlo.
No me preocupa perderte, y me carcome la culpa de pensar que hasta me alivia, y es muy duro admitirme eso. No me gusta esta versión de mí. Lo que más me atormenta es lo que estás transitando, lo que estás sintiendo. ¿Cómo uno se enfrenta a su propia muerte? ¿Cómo es esa tortura de saber que se acerca? ¿Cómo se lleva esa angustia?
Recuerdo estar sentados los tres en el consultorio, vos en el medio. Recuerdo cómo la doctora elegía cuidadosamente las palabras y cómo vos las disectabas en el taxi de vuelta a casa, preguntándonos en bucle, sin escucharnos, a qué se refería.
No puedo traer ahora lo que dijo, no puedo revivir si era bueno o malo. Lo que sí sé con exactitud es lo que se me cruzó por la cabeza: lo que estarías sintiendo. Estábamos aterrados, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, porque sería admitir que era verdad. Y nos aferrábamos a la esperanza de los tontos: "nada está dicho", seguido de "todo puede pasar".
Nunca supe si no nos querías preocupar. Nunca supe si te admitiste que te ibas a ir, porque, Fernández, mirá que eras testaruda. Y que la peleaste… la peleaste.
Ahora, en esta habitación de hospital, los techos se ven tan altos. Todo se va moviendo en cámara lenta. Sostengo tu mano y no me atrevo a mirar a otro lado que no sean tus uñas acrílicas pintadas de color coral. Siento que te vas apagando. Siento que el tiempo se va deteniendo. Siento que todo gira.
Las lágrimas lo distorsionan todo. La obstrucción de mi garganta no deja salir nada, ni un quejido. Muy despacito, muy bajito, casi inaudible, solo para vos y solo para mí, me sale un murmullo resquebrajado que dice algo así como: "Te quiero, mamá".

Vanina Palomo
Grupo C


Simplemente sucedió

¿Cómo sería no controlar nada de lo que te rodea, ni siquiera tu propio cuerpo? Para bien o para mal, quién sabe, tengo respuesta a estas preguntas.
Las cosas se dieron de repente. No hubo nada que presagiara lo que iba a suceder y, simplemente, yo no estaba preparada para vivirlo.
Pero, ¿qué me pasa?, pensé. No lo sé. Parece que me mareo, me tiemblan las piernas, tengo frío, me sudan las manos, no puedo respirar y el corazón se me va a salir del pecho.
Mi cuerpo empezó a experimentar una serie de sensaciones, para nada agradables, que no estaban asociadas a nada que antes hubiera vivido.
Pero, ¿por qué me he puesto así si estaba tan tranquila, ahí, sentada, leyendo un libro?, me dije.
Eso me preguntaba, ¿cómo podía ser? ¿Qué había pasado? ¿Quizá la trama del libro me había puesto nerviosa? Será eso, pensé, claro, qué va a ser si no. Venga, cierra el libro y olvídalo.
De repente, pasó. Me quedé allí tirada en el sofá, sin fuerzas, como si mi cuerpo hubiera recibido una descarga agotadora. No podía moverme, solo quería dormir y no pensar.
Lo que debía haber sido algo puntual volvió a suceder, un día y otro y otro....
No remitía, y lo que parecía ser algo físico empezó a afectarme mentalmente. Se apoderó de mí un terror irracional a la hora de salir a la calle, de no poder controlar esos síntomas en público. Así fue, me pasaba en cualquier lugar: dando un paseo, tomando un café, en el cine..., daba igual, siempre acababa pasando y mis peores temores se hacían realidad. Entonces disimulaba y en cuanto tenía la oportunidad, salía corriendo a refugiarme en casa, mi lugar seguro. No es que allí la cosa mejorara, pero, en mi casa, podía llorar, rendirme, gritar y entregarme al abismo en el que se había convertido mi vida. Lo que pasara quedaba entre esas cuatro paredes y yo, ajeno al público en general, ajeno a aquellos que no me entendían y me juzgaban por lo que me estaba pasando, acusándome de ser una persona egoísta porque, según ellos, no tenía razones para estar así. Razón no les faltaba, pero eso no hacía más que acrecentar mi malestar.
Por fin conseguí ponerle nombre a lo que me estaba sucediendo, ansiedad. ¿Ansiedad yo? No podía ser, no me había pasado nada tan grave para llegar a ese punto.
Parece que mi cuerpo se estaba vengando por todo el estrés que había ido acumulando sin darme cuenta. Simplemente se estaba defendiendo de mí, luchando contra el maltrato al que le había sometido. Ese era su método de escape, de avisarme que algo no estaba bien. Me estaba implorando que bajara el ritmo, que me detuviera a observarme porque él solo no podía con todo.
Así empezó una carrera de fondo acompañada de medicación, visitas a especialistas y una lucha sin precedentes para sobrevivir a mí misma porque nunca se sabe lo que puedes dar de sí hasta que no te pones a prueba.
Empecé a luchar contra mi mente, contra esos pensamientos que me impedían avanzar. Me decían “no salgas, quédate en casa, túmbate en el sofá, sabes que ahí estás a salvo y ríndete”. Ante esto me rebelé, me levanté y salí a la calle, arrastrándome, al límite de mis fuerzas, con ese miedo irracional que me decía que cada paso que daba al frente me alejaba de mi lugar seguro.
Es cierto eso que dicen “si no puedes con el enemigo únete a él”. Eso hice, dejar de rechazar lo que me estaba sucediendo, aceptarlo y aprender a vivir con ello, con días mejores y días no tan buenos pero sin rendirme ante él. Caer y levantarte, en eso consiste el juego de la vida.

Verónica S.S.
Grupo C


Una niña

Julia tenía sólo doce años cuando vivió su primer encontronazo con la muerte.
Los murmullos de la cocina se alargaban por el pasillo y llegaban a la salita ininteligibles. Algo grave había sucedido.
Julia oía a su madre hablar por teléfono con su tío. Se acercó silenciosa a ver si lograba enterarse. Sus doce años no conocían acontecimientos tristes. Notaba el llanto entre palabras musitadas.
Algo tremendo había sucedido. Su abuelo había aparecido en el periódico en extrañas circunstancias. No estaba donde debía, ni en su casa ni en la de sus hijos. Lo descubrió su tío al ver la prensa por la mañana.
El llanto inundó la casa y un escalofrío recorrió su cuerpo al escuchar una palabra que nunca había oído: autopsia. A su abuelo le iban a hacer la autopsia
¿Por qué? -se preguntaba inocente.
¿Qué le había pasado a su abuelo?
Las aguas del río lo habían recogido. Nadie entendía cómo había llegado hasta allí. Sólo los corazones de sus hijos sabían la verdad.
La vida no volvió nunca a ser como antes. Julia lo entendió mucho después, en esos momentos era aún una niña.

JB
Grupo C


Literatura experimental

Perdido en los anaqueles de una vieja librería, en el interior de un libro que había pertenecido al propio autor, un cliente encontró aquella hoja. Doblada irregularmente, tangencialmente, dobleces bien marcadas por el tiempo, estaba rasgada por la parte superior. El texto era ininteligible: se podía reconocer alguna "m", alguna "r", pero no se podía leer para darle sentido. Sí se reconocía el nombre del autor al principio del escrito, pero no estaba firmado. Y también, con la letra que era inconfundiblemente del mismo, en un margen, se encontraban escritas las palabras “Vaya mierda”. El papel pareció muy importante para seguir conociendo aspectos de su obra. Pasó primero a las manos de un doctorando y acabó, finalmente, en manos de un comité de expertos, filólogos, grafólogos, documentalistas, que discutían si el texto sería un relato perteneciente a la última etapa experimental de tan afamado escritor, etapa en la que se había adentrado en el mundo de la ciencia ficción, de la vida de personajes humanoides cuyo lenguaje era cifrado, irreconocible para los hombres de a pie. Los editores y críticos de esa etapa se habían llevado las manos a la cabeza, ya que la lectura era incomprensible, infumable e impublicable. También se llegó a pensar que podría ser un resumen, a modo de telegrama, de su futura novela. Se llamó también a taquígrafos, a tipógrafos. Mucho se debatió, se comparó y se escribió si sería un proyecto de microrrelato, de novela corta o, incluso, de una novela autobiográfica.
No fue hasta que llegó un experto en epigrafía, que había padecido varias enfermedades y era asiduo a clínicas y hospitales, cuando se supo lo que nadie pudo imaginar antes: el texto era un informe clínico del autor, bastante extenso y penoso, ya que se le había diagnosticado una dolencia rara e incurable que le llevaría a una muerte temprana, como así sucedería, según el doctor en medicina al que tuvieron que consultar.

Marisa Sánchez
Grupo C


Ver o no ver, esa es la cuestión.

Trataré de relatar brevemente que mi relación con la medicina no ha sido nada agradable, pero reconozco que es necesaria, sobre todo la pública.
Mi padre, cuando empezó a tener problemas de visión, para aligerar el tiempo de espera en la medicina pública, le llevé a una clínica privada de oftalmología, donde le empezaron a tratar de principio de cataratas y glaucoma. Después de varias consultas, tratamiento con gotas y para activar el único ojo que tenía sano, nos dijeron que la única solución era operar, para mejorar la visión. Nos indicaron aquí en Salamanca, que había dos clínicas especializadas, una en Barcelona y otra en Madrid, con total garantía. Decidimos acudir por cercanía a Madrid, y tras varias consultas, decidimos llevar a cabo la operación. Mi padre por entonces tenía 78 años, y por el pueblo se manejaba perfectamente andando y montando en bicicleta hasta el día antes de la operación.
En la clínica privada de Madrid, antes de la operación, tuvimos que entregar del justificante de pago del importe acordado, firma de documentos de los cuales no nos dieron copia, y operación por la tarde. Pasamos la noche en casa de un familiar, y por la mañana a la clínica, para destapar el ojo operado, y comprobar la mejora prometida.
En una sala habilitada para los familiares de los pacientes, un médico muy joven, nos recibe para indicarnos el resultado de la operación. Las primeras palabras, frías, secas, demoledoras, para lo que nosotros esperábamos, “el ojo no ha respondido”.
Siguió, se lo explicaré más detenidamente, imaginen un cable de la luz, cortado por la mitad con una tijera, ya no pasa la luz. Eso es lo que nos ha pasado con el ojo de su padre y no tiene ninguna solución. Pero, la medicina tiene muchos avances y se están haciendo pruebas con células madre y puede que algún día se pueda activar el ojo.
La palabra “ ciego “, es dura de narices.
Mi padre, cuando murió, iba a cumplir 99 años, en perfecto estado mentalmente, lo que ocurrió en estos 20 años, no lo cuento, no puedo.

Luis Iglesias
Grupo B